lunes, 16 de septiembre de 2013
Reflexión política y pasión humana en el realismo de Maquiavelo. Rafael Braun *
Son muchos los autores que piensan que la ciencia política contemporánea
se halla en un estado de crisis. Los síntomas de la misma son varios, pero
entre ellos se destaca la falta de unanimidad que existe entre los científicos
respecto del método más apropiado para aprehender toda la riqueza contenida
en la realidad política. La polémica entablada entre las diversas posiciones
da la impresión, de a ratos, de haber conducido el problema a una impasse, y uno
termina por preguntarse si aún es posible decir algo verdadero acerca de la política
que pueda ser compartido en cuanto tal por el que habla y por el que escucha,
por quien escribe y por quien lee.
Cuando se llega a esta situación lo mejor es dar un paso atrás y retomar el
problema desde otra perspectiva. Sobre política se viene escribiendo inteligentemente
desde hace más de dos mil años, y recurrir a esta amplia tradición puede
ser fecundo en las actuales circunstancias. En la historia del pensamiento político
hay un autor que tiene el mérito de concitar permanentemente la atención tanto
del filósofo como del científico y del político, porque ha hablado en una forma
que nadie ha podido igualar desde entonces. Me refiero, claro está, a Maquiavelo.
Sus opiniones merecen los juicios más encontrados y despiertan sentimientos
contradictorios, pero quien quiera hablar hoy de política no puede ignorarlo.
Mi propósito en este trabajo es analizar el alcance del “realismo” maquiavélico
y los presupuestos antropológicos que sirven de fundamento a sus célebres máximas.
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* Doctor en Filosofía (Lovaina), Licenciado en Teología (UCA), Profesor de Teoría Moral en la Facultad de Teología
de la Universidad Católica Argentina.
Fortuna y virtud en la república democrática
No es mi intención desarrollar el tema desde la perspectiva de una historia de las
ideas, sino rescatar aquellos elementos del pensamiento de Maquiavelo que, por su
universalidad, nos permiten entablar con él un diálogo de rigurosa actualidad.
El realismo de Maquiavelo
La interpretación correcta de un autor exige el conocimiento del propósito
que lo guía al escribir. Por ello creo útil partir del célebre pasaje del capítulo XV
de El Príncipe, donde se encuentra claramente explicitada la intención que anima
a Maquiavelo:
“Conviene ahora ver cómo debe conducirse un príncipe con sus súbditos o
con sus amigos. (...) Siendo mi intención escribir cosas útiles para quien las
comprenda, me ha parecido más conveniente ir directamente a la verdad
efectiva (veritá effetuale) de las cosas que a la imaginación de las mismas.
Muchos han imaginado repúblicas y principados que jamás fueron vistos ni
conocidos como verdaderos porque hay tanta distancia de la manera en que
se vive a la forma en que se debiera vivir, que aquel que deja aquello que se
hace por aquello que debería hacerse prepara más bien su ruina que su preservación.
Porque un hombre que se empeña en ser siempre bueno no puede
evitar su perdición entre tantos que no lo son. De allí que sea necesario al
príncipe que quiera sostenerse aprender a poder dejar de ser bueno, para serlo
o no serlo según la necesidad lo requiera” (El Príncipe: cap. 15).
Este texto está estructurado en torno a dos oposiciones. La primera contrapone
la percepción de la verdad efectiva de las cosas a lo que sólo existe en la imaginación,
con el objeto de afirmar la preeminencia de lo que existe en la realidad.
De la consideración de esta realidad surge la segunda oposición entre lo que los
hombres hacen y lo que deberían hacer, distinción situada en el plano del comportamiento
o del obrar humano. Cuando uno imagina repúblicas o principados la tentación
es frecuente por construir el edificio político sobre la base de que los hombres
son buenos y razonables, sin advertir que esta generalización también es producto
de la imaginación. Lo que se constata en la realidad, en cambio, es la oposición
y lucha entre el hombre de bien y el que no lo es, y un divorcio entre lo que
los hombres hacen y dicen que hay que hacer. Cabe entonces distinguir no sólo entre
cómo son y cómo deberían ser las repúblicas y principados, sino también entre
cómo son los hombres y cómo deberían ser desde el punto de vista ético.
Estas distinciones de Maquiavelo están encuadradas en un contexto prescriptivo,
ya que la opción en favor del realismo gnoseológico está en función de un
realismo de la conducta a su vez puesto al servicio de un fin político. Se trata de
prescribir al príncipe –y, por extensión, a todo hombre político- cómo debe actuar
si quiere preservar o acrecentar su poder, y no de establecer una perfecta censura
lógica entre el ser y el deber ser en busca de una perfecta objetividad.
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Esta diferencia de perspectiva se ve con más claridad si se compara la posición
de Maquiavelo con la de Aristóteles. Refiriéndose al criterio que permite definir
quiénes son ciudadanos en una comunidad política, éste introduce la distinción
entre ser y deber ser, pero en un contexto descriptivo1. Lo que Aristóteles señala
es que el “deber ser” postulado por el observador no altera la sustancia de la
realidad, y por ello puede afirmarse que la distinción que establece se sitúa exclusivamente
en el plano gnoseológico. Maquiavelo quiere operar sobre la realidad,
para lo cual debe conocerla. Aristóteles quiere, en cambio, describir la realidad.
Aunque las distinciones sean similares responden a preocupaciones diferentes.
Sería un error no tener siempre presente, en Maquiavelo, la intención pragmática
que guía sus reflexiones.
Desechada la vía de la imaginación y descartado el recurso entonces habitual
de proponer al príncipe un amplio catálogo de virtudes morales, Maquiavelo se
propone investigar la verdad efectiva de las cosas políticas consultando los datos
que le proporcionan dos fuentes: la propia experiencia y la lectura correcta de la
historia. En la dedicatoria de El Príncipe afirma: “... nada he encontrado que ame
y estime tanto como el conocimiento de las acciones de los grandes hombres, que
he aprendido por una larga experiencia de las cosas modernas y una continua lectura
de las antiguas: sobre lo cual he pensado y reflexionado largamente y con
gran cuidado...”, idea retomada casi en los mismos términos en la dedicatoria de
los Discursos2.
La participación de Maquiavelo en los asuntos públicos de Florencia comienza
el 19 de junio de 1498 cuando es electo secretario de la segunda Cancillería. Durante
los catorce años en que permaneció en la función pública tuvo ocasión, como
diplomático, de entrar en contacto y ver actuar de cerca a importantes personajes de
su tiempo. En tres ocasiones -en 1500, 1504 y 1510- es enviado a Francia a la corte
de Luis XII. En 1502-3 sigue de cerca las maquinaciones y campañas de César
B o rgia. Está en Roma cuando es electo Papa Julio II en 1503, ciudad a la que retorna
en 1506. En 1508 es enviado a la corte del emperador Maximiliano, donde efectúa
una estadía de cinco meses. Desde 1505 hasta su deposición el 7 de noviembre
de 1512 juega un papel importante en la creación, organización y dirección de la
milicia florentina. Su experiencia política se completa en 1513 cuando es detenido
y torturado por presunta complicidad en un complot contra los Médici.
Los informes diplomáticos enviados a la Señoría y las cartas dirigidas a sus
amigos durante este período contienen en germen muchas de las observaciones y
reflexiones que Maquiavelo sistematizará más tarde en sus obras. Lo que importa
poner de relieve es que la reflexión política de Maquiavelo nace del contacto con la
realidad, una realidad de la cual no sólo es testigo sino en la cual también es actor.
En el prefacio al Libro II de los Discursos, Maquiavelo compara el conocimiento
que tenemos del pasado y del presente. Dice al respecto que “nunca se conoce
toda la verdad sobre el pasado”, porque se silencian algunos hechos y se am-
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plifican otros, y porque “... los hombres odian por miedo o por envidia, dos motivaciones
que mueren con los hechos del pasado, los cuales no pueden inspirar
ni lo uno ni lo otro. Pero no sucede así con los acontecimientos en que somos actores,
que ocurren bajo nuestros ojos: el conocimiento que de ellos tenemos es
completo...”. La contemporaneidad nos permite observar todos los hechos, pero
además, al hacer posible nuestra participación en los mismos, permite que se despierten
en nosotros las mismas pasiones que animan al resto de los hombres. Para
Maquiavelo el despertar de las pasiones es un elemento que coadyuva a un conocimiento
más completo de la realidad, porque sólo así se está en medida de
comprender el significado de las acciones políticas protagonizadas por hombres
apasionados. Ser actor político no sólo ofrece un puesto de observación privilegiado
a quien quiere conocer los secretos de la política sino que transforma al
hombre privado en un “animal político”, cuya experiencia vital podrá luego ser
tematizada por la reflexión. El “realismo” de Maquiavelo no consiste en adoptar
una posición desinteresada o “científica” ante la realidad; consiste en vivir dicha
realidad y reflexionar sobre esa experiencia.
La segunda fuente a partir de la cual puede conocerse la “verdad efectiva” de
las cosas es la historia. Maquiavelo alega que los hombres de su tiempo no se inspiran
en los ejemplos del pasado porque carecen de un verdadero conocimiento de
la historia. La mayoría de los que la leen se detienen únicamente en el placer que
les causa la variedad de acontecimientos que presenta, sin advertir que un estudio
más profundo permite captar la existencia de un orden permanente en el universo.
La conclusión principal que se desprende para Maquiavelo de la lectura de la
historia es que “... quienquiera compare el presente al pasado ve que todas las ciudades,
todos los pueblos siempre han estado y están aún animados de los mismos
deseos y los mismos humores...” (Discursos: Libro I, cap. 39). Si el conocimiento
de los hechos del pasado nos revelara solamente una serie de acontecimientos
inconexos y heterogéneos, el saber histórico sería de poca utilidad para el hombre
del presente. La intención pragmática que anima a Maquiavelo lo impulsa a
descubrir las similitudes en las situaciones más diversas, y cree encontrar en las
características básicas de la condición humana el elemento estable y permanente
que confiere inteligibilidad a los procesos históricos.
De esta conclusión se desprenden dos consecuencias de peso. La primera es
que las acciones de los grandes hombres pueden ser imitadas no obstante la diversidad
de las circunstancias. Sus figuras se constituyen así en prototipos que
ilustran las diferentes posibilidades abiertas al hombre, y por eso son dignas de
estudio. Sus éxitos y sus fracasos son “lecciones” ofrecidas a quien está dispuesto
a desentrañar el significado no anecdótico de los acontecimientos.
La segunda consecuencia es que “... es fácil, para quien examina con diligencia
las cosas del pasado, prever lo que ocurrirá en una república, y entonces usar
los medios empleados por los antiguos o (...) imaginar nuevos según la similitud
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de los acontecimientos...”, estudios rara vez emprendidos y siempre ignorados por
los que gobiernan, por lo cual siempre vuelven los mismos males (Maquiavelo,
D i s c u r s o s: Libro I, cap. 39). “... Los hombres prudentes suelen decir con razón,
que para prever el futuro hay que consultar el pasado, pues los acontecimientos del
presente encuentran siempre en ese pasado su correspondencia. Realizados por
hombres que están y que siempre han estado animados de las mismas pasiones, deben
éstas necesariamente producir los mismos efectos...” (Maquiavelo, D i s c u r s o s:
Libro III, cap. 43). El conocimiento de la historia, obtenido a través de una lectura
efectuada a la luz de la conclusión empírica de la inmutabilidad de la naturaleza
humana, coloca al estudioso en inmejorable posición para operar con éxito sobre
la realidad. Maquiavelo se muestra aquí también más interesado en obtener conocimientos
“útiles” para actuar en política que en alcanzar un conocimiento exhaustivo
de los hechos que quizás pudiera obtenerse asumiendo la actitud desinteresada
del científico profesional. En lenguaje contemporáneo diría que sólo le interesan
las variables relevantes directamente manipulables por el político.
La antropología de Maquiavelo
Un estudio de las obras de Maquiavelo revela que estas variables relevantes
son para él los deseos y pasiones permanentes de los hombres. La importancia que
les acuerda en su análisis induce, incluso, a algunos a reducir su “realismo” a una
pura psicología política (Mesnard, 1951: p. 83)3. Pienso, sin embargo, que Maquiavelo
no se detiene en una mera descripción del comportamiento efectivo de
los hombres sino que formula una teoría del hombre que pretende dar cuenta, en
el plano filosófico, de los fenómenos observados. Esta teoría, como se sabe, da una
visión pesimista de la condición humana que se manifiesta, a mi juicio, en dos planos,
vinculados entre sí en el análisis de Maquiavelo, pero que cabe distinguir a
fin de poder valorar separadamente proposiciones no dependientes entre sí.
El primer tipo de pesimismo, de carácter ontológico, se funda en el hecho de
que “... los deseos de los hombres son insaciables; porque la naturaleza le da poder
y querer desear todo, pero la fortuna le da el poder conseguir poco. De allí resulta
en él un descontento habitual y el disgusto por lo que posee; es lo que hace
acusar al presente, alabar al pasado, desear el futuro, y todo ello sin ningún motivo
razonable...” (Maquiavelo, Discursos: Libro II, prefacio).
El hombre es concebido como un sujeto de deseos y pasiones y no como un
ser razonable dispuesto a reconocer y a aceptar los límites de su propia finitud.
Es un perpetuo insatisfecho porque hay una desproporción esencial entre sus aspiraciones
y las posibilidades de satisfacerlas.
Partiendo del principio de que “... todos los hombres (...) nacen, viven y mueren
siempre según un mismo orden...” (Maquiavelo, Discursos: Libro I, cap. 11),
descubre en la insaciabilidad del deseo el fundamento de la ambición, y en ésta
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Fortuna y virtud en la república democrática
la causa inextinguible de la lucha entre los hombres. “... Todas las veces que los
hombres están privados de combatir por necesidad, combaten por ambición. Esta
pasión es tan poderosa que no los abandona jamás, cualquiera que sea el rango
que ocupan...” (Maquiavelo, Discursos: Libro I, cap. 37).
Esta concepción del hombre contrasta radicalmente con el ideal del hombre
virtuoso propuesto por Aristóteles, porque para Maquiavelo “... no es dado a nuestra
naturaleza poder situarse exactamente en una vía media...” (D i s c u r s o s: Libro
III, cap. 21). En esta afirmación subyace la idea de que la grandeza del hombre no
consiste en equilibrar entre sí a las pasiones opuestas, hasta anularlas, por medio
de la razón, sino en seguir hasta el extremo la lógica propia de las pasiones.
Esta lógica es la que nos hace comprender por qué el dinamismo de la ambición
humana no encuentra nunca reposo, sean cuales fueren las circunstancias políticas
y económicas en que se hallen los hombres. El motor de la lucha y el conflicto
anida en el corazón del hombre, no en las contradicciones de la sociedad, y
como él permanece idéntico a sí mismo a través de la historia, la creencia en el
progreso de la humanidad es más un producto de la imaginación que el fruto de
la consideración de la “verdad efectiva” de las cosas. La filosofía cíclica de la historia
que retoma de Polibio es la expresión coherente de esta visión del hombre.
La primera forma de pesimismo, pues, está referida a rasgos constitutivos, estructurales,
de los hombres. Estos no gobiernan su vida con la razón, sino por las
pasiones, las cuales se alimentan de deseos insaciables generadores de conflictos
y por lo tanto de un permanente desasosiego4.
El segundo plano en que se manifiesta el pesimismo de Maquiavelo es el de la
ética. La creencia de que “... los hombres están más inclinados al mal que al bien...”
(D i s c u r s o s: Libro I, cap. 9) atraviesa toda su obra y colorea sus máximas más famosas,
provocando la reacción airada de los “humanistas” de todos los tiempos.
Maquiavelo no sólo no se hace ilusiones respecto a la disposición habitual de
los hombres a obrar bien, es decir a que prevalezcan las buenas pasiones sobre las
malas, sino que piensa que “... los hombres no hacen el bien más que forzados;
pues apenas tienen la posibilidad y la libertad de cometer el mal impunemente,
no dejan de provocar en todas partes el tumulto y el desorden...” (Discursos: Libro
I, cap. 3). Liberado a su espontaneidad el hombre tiende a cometer el mal, y
al respecto cabe recordar que para Maquiavelo si los hombres se unen entre sí para
formar una comunidad política lo hacen impulsados por la necesidad de defenderse
de la agresión ajena. Es asimismo significativo que en la explicación que
da del origen de las diferentes formas de gobierno, atribuya a la existencia del gobierno
el conocimiento de lo bueno y lo malo, y de la justicia (Maquiavelo, Dis -
cursos: Libro I, cap. 2)5. Es decir que el estado de sociedad política, lejos de corromper
la bondad natural del hombre, está destinado a contener la inclinación
natural del hombre a dañar a su semejante.
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El pesimismo ético de Maquiavelo va a encontrar su fórmula más tajante en
este célebre pasaje de los Discursos: “... Como demuestran todos aquellos que se
han ocupado de política (y la historia está llena de ejemplos que lo apoyan) es necesario
que quien quiera fundar una república y darle leyes, presuponga de antemano
malos a los hombres y siempre listos a mostrar su maldad cada vez que se
les presenta una ocasión. Si esta inclinación permanece oculta por un tiempo, hay
que atribuirlo a alguna razón que uno no conoce, y creer que no ha tenido ocasión
de manifestarse; pero el tiempo que, como se dice, es el padre de toda verdad,
la pone luego en evidencia...” (Maquiavelo, Discursos: Libro I, cap. 3).
La inclinación hacia el mal que Maquiavelo descubre en el hombre es una
tendencia profunda y permanente comparable a la concupiscencia desordenada
que la doctrina cristiana atribuye al pecado original. Pero mientras el cristianismo
proclama como núcleo de su mensaje la redención del hombre por obra de
Cristo y la posibilidad de vencer el mal con la ayuda divina, Maquiavelo, situado
en el plano político y no en el religioso, piensa que esta inclinación al mal no puede
ser erradicada y que sólo puede, y debe, ser contrarrestada por la autoridad pública
no dándole ocasión para que se manifieste.
La intención pragmática asoma aquí nuevamente al prescribir Maquiavelo una
conducta a quien quiera dedicarse a la política. No se puede entrar al ruedo suponiendo
ingenuamente que los hombres son razonables y buenos. El único modo de cubrirse
de sorpresas desagradables es partir del supuesto contrario. Con esta suposición no
se descarta que puedan existir hombres que viven según la razón procurando obrar el
bien, pero sí se descarta que puedan servir de paradigma del ciudadano en la construcción
de un orden político, porque son la excepción y no la regla. El conocimiento
de la verdadera naturaleza del hombre, lejos de ser un pasatiempo de filósofos, se
transforma así en el requisito indispensable para obrar con éxito en el campo político.
El pesimismo antropológico de Maquiavelo no se complace en una descripción de
las debilidades humanas ante las cuales el hombre se muestra impotente; es un pesimismo
pragmático que permite discernir con claridad la fantasía de la realidad a fin
de que el hombre de acción, liberado de falsos escrúpulos e ilusiones, pueda afrontar
en condiciones ventajosas la lucha por el dominio de esa realidad.
El breviario del hombre público
Una vez liberado de las ilusiones sostenidas con respecto a los demás hombres,
Maquiavelo se dispone a liberar al político de los escrúpulos de conciencia
originados en principios éticos. Para ello va a profundizar una distinción ya insinuada
por Aristóteles cuando afirma que no es lo mismo ser un buen hombre que
un buen ciudadano (1951: Libro III, cap. 4).
El político es un hombre que vive en función de la búsqueda y el mantenimiento
del mando público. Desarrolla su actividad en una esfera que, según Ma-
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Fortuna y virtud en la república democrática
quiavelo, tiene sus propias reglas y por ello mismo sus propios principios éticos.
Existe una moral propia al hombre privado y otra que corresponde al hombre público.
Todo intento de desconocer esta distinción fundamental de planos conduce
irremediablemente a la irresolución o al moralismo, dos “soluciones” que no hacen
más que agravar los males que se pretenden evitar, porque representan compromisos
bastardos entre principios imposibles de conciliar en la práctica6.
Afirmada la autonomía de la acción política, Maquiavelo establece ciertos
principios generales destinados a servir de guía a los hombres que se aventuran
en la esfera de lo público.
“... En todas las acciones de los hombres (...) se encuentra siempre junto al
bien algún mal tan íntimamente ligado con él que es imposible evitar lo uno si se
quiere lo otro...” (Maquiavelo, Discursos: Libro III, cap. 37). Este principio equivale
a afirmar que en política no hay acciones puras, absolutamente buenas o absolutamente
malas; que el mal y el bien se mezclan como el trigo y la cizaña de
la parábola, y que toda aproximación maniquea debe ser desechada en este ámbito
por no respetar la ambigüedad intrínseca que lo caracteriza.
Una consecuencia del principio anterior es la relación especial que liga a los
medios empleados por un actor político con el fin que persigue. Maquiavelo se
muestra aquí enteramente franco al aceptar sin reservas que el fin justifica a los
medios. “... Un espíritu sabio nunca condenará a alguien por haber usado un medio
fuera de las reglas ordinarias para reformar una monarquía o fundar una república.
Lo que es de desear es que si el hecho lo acusa, el resultado lo excuse; si
el resultado es bueno es absuelto. (...) No es la violencia que restaura, sino la violencia
que arruina la que hay que condenar...” (Maquiavelo, Discursos: Libro I,
cap. 9). Lo que esta formulación expresa es que una acción política no puede ser
juzgada abstractamente cotejándola con un principio de validez universal, porque
no se aprehendería de este modo el significado que posee. La calificación moral
de un acto requiere no sólo conocer su objeto sino también las circunstancias en
que se desenvuelve y la intención que lo preside. Requiere por lo tanto dilucidar
el significado que adquiere dicho acto en cuanto se halla inscripto en un orden
concreto de fines y medios.
En esta perspectiva el problema de la justificación de los medios se emparenta
con el de la jerarquía que establece un sujeto en el conjunto de valores a que
adhiere. El siguiente pasaje es ilustrativo al respecto: “... si se trata de deliberar
sobre la salvación [de la patria], [el ciudadano obligado a dar consejo] no debe
ser detenido por ninguna consideración de justicia o de injusticia, de humanidad
o de crueldad, de ignominia o de gloria. El punto esencial que debe imponerse sobre
todos los demás es asegurar su salvación y libertad...” (Maquiavelo, Discur -
sos: Libro III, cap. 41). Como afirma en síntesis el título de dicho capítulo, “La
patria debe defenderse con ignominia o con gloria; de cualquier modo está bien
defendida”. Colocado el hombre en la obligación de obrar se ve muchas veces en-
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frentado a disyuntivas que le exigen optar por alguno de los caminos que se le
ofrecen a su elección. Esta opción se efectúa en función de la subordinación de
ciertos valores a otros, pero elegida una vía se aplica el principio de que quien
quiere el fin debe querer los medios para alcanzarlo, con lo cual los medios quedan
justificados en relación al fin. Es claro que en el orden político esta justificación
no es de orden moral; se encuentra más bien en el orden de la eficacia, de lo
oportuno y conveniente. Un medio será considerado políticamente bueno si alcanza
el fin político al que está ordenado. La relación fines y medios supone pues
una jerarquía de valores, implícita o explícita, en el hombre público, en cuya cúspide
éste coloca los bienes propiamente políticos como la seguridad externa e interna,
la concordia y la prosperidad.
Lo que Maquiavelo quiere decir es que el político que juzgue a los medios no
en relación a estos fines sino a los principios generales de la ética, no es un buen
político y mejor sería que se retirara a la vida privada, porque sería como un soldado
que en plena guerra no se decide a matar al enemigo por motivos de conciencia7.
La justificación de los medios por el fin puede interpretarse, pues, de dos
maneras. O bien como la desvinculación del orden político con respecto al orden
moral, o bien como la reafirmación de la lógica propia del orden político. Pienso
que esto último es lo que persigue Maquiavelo, y quienes lo acusan de inmoralista
deben mostrarse capaces de afrontar el problema que plantea y darle una respuesta
que tenga valor operativo para el hombre público. Porque si bien debe reconocerse
que toda acción tiene una dimensión moral, la acción política se halla
enmarcada en circunstancias tan peculiares que su moralidad no puede ser determinada
con los mismos criterios que se utilizan para calificar las acciones privadas
de los hombres.
El dilema presente en toda jerarquización de valores repercute a su modo en
la obligación en que se encuentra el hombre público de escoger entre todas las
virtudes aquellas más deseables para el ejercicio de su función, pues esta elección
la realiza en base a los valores supremos que postula en el orden político. “... Sé
que todos convendrán en que sería muy loable que un príncipe tuviera de las antedichas
cualidades sólo las que son buenas; pero, como no se pueden tener todas,
ni ponerlas enteramente en práctica, porque la condición humana no lo permite,
debe ser suficientemente prudente para evitar la infamia de los vicios que
le harían perder sus estados, y para preservarse de los demás, si es posible. (...)
No tema incurrir en infamia por aquellos vicios sin los cuales no puede conservar
sus estados, porque considerándolo bien, tal cosa que parezca virtud podría
perderle si la practicase; y otra que parezca vicio puede ser la causa de su seguridad
y su bienestar...” (Maquiavelo, El Príncipe: cap. 15).
Este pasaje contiene dos afirmaciones que conviene distinguir. La primera se
refiere a la imposibilidad práctica, dada nuestra condición humana, de acumular
todas las virtudes deseables, imposibilidad que sirve de fundamento a la opción
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Fortuna y virtud en la república democrática
que debe realizar el hombre entre las diversas maneras de ser virtuoso que se le
proponen. La vocación del monje contemplativo requiere el desarrollo de aquellas
virtudes apropiadas a su estado, y que por cierto difieren de las que se adecuan
a la condición de comerciante o las necesarias al político. La clásica caracterización
que hizo Max Weber de las diferentes vocaciones del científico y del
político pone precisamente de relieve este punto al señalar que cada vocación tiene
su deontología particular. Al no existir un modo genérico de ser virtuoso, el
hombre debe escoger el modo específico de ser virtuoso que corresponda a su vocación.
La primera recomendación de Maquiavelo consiste en decirle al político
que debe proceder según este criterio.
La segunda afirmación se refiere a los recursos que debe utilizar el príncipe
para preservar sus intereses mediante la conservación del poder. Es inevitable señalar
aquí que para Maquiavelo el interés particular del príncipe se opone generalmente
al bien público del estado, trayendo como consecuencia el debilitamiento
del mismo8, por lo cual sus recomendaciones no deben ser interpretadas como si
el conservarse en el poder fuera para él el valor supremo. Conviene en todo caso
advertir que la conducta egoísta del príncipe es juzgada negativamente no porque
contraviene a normas éticas sino porque es un obstáculo a la grandeza del estado.
Dado el carácter malvado de la mayoría de los hombres, hay que estar dispuesto
a incursionar en el mal si uno quiere seguir siendo hombre público. Esta recomendación
es el meollo del capítulo XVIII de El Príncipe, en el que Maquiavelo
justifica que no se cumplan las promesas y los pactos apoyándose en el hecho
de que los demás, por ser malvados, tampoco respetarán la palabra empeñada9.
La distinción tajante entre el bien y el mal demuestra a las claras que Maquiavelo
reconoce la existencia de un orden ético con vigencia independiente de la
voluntad del poder público. La conducta del político es calificada por las normas
morales, lo cual significa que debe enfrentar, como todo hombre, la disyuntiva de
obrar conforme a la norma o alejándose de ella. El problema reside en que el horizonte
del político siempre hay una meta que condiciona todos sus actos: la conquista
o el mantenimiento del poder, una condición que Maquiavelo se apresura
a reconocer. “... Si el príncipe quiere conservar sus estados, está obligado a menudo
a no ser bueno...” (Maquiavelo, El Príncipe: cap. 19). “... Un príncipe, sobre
todo cuando es nuevo (...) está a menudo obligado, para mantener sus estados,
a obrar contra su palabra, contra la caridad, contra la humanidad, contra la
religión. Es por ello que debe (...) no alejarse del bien, si puede, pero saber entrar
en el mal si es necesario...” (Maquiavelo, El Príncipe: cap. 18).
En la decisión del político de recurrir a procedimientos reñidos con la ética,
la libertad humana está dos veces comprometida; la primera al escoger la propia
vocación y, la segunda, al decidir querer ser un político de éxito y no un fracasado.
Esto no significa, como piensa el maquiavelismo fácil, que en la arena política
todo está permitido, cualesquiera sean las circunstancias. Para Maquiavelo
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“entrar en el mal” es el recurso extremo al que se apela luego de agotado el camino
del bien y en caso de que sea necesario para el éxito de la empresa propuesta.
Querer tener éxito depende exclusivamente de uno mismo, pero la necesidad
inscripta en ciertas situaciones creadas por la maldad de los hombres escapa a
nuestro control. Es un dato que hay que tomar en cuenta si se quiere operar con
eficacia sobre la realidad. Por ello la recomendación de Maquiavelo debe interpretarse
como un corolario de su pesimismo ético.
Fortuna, necesidad y conflicto
Estos consejos dirigidos al hombre que quiere hacer política están en último término
fundados en ciertas leyes constitutivas de la condición humana histórica, concreta.
Lo que ellas revelan es la finitud y la limitación del hombre, y la ambigüedad
radical de su situación en el mundo. Tomar conciencia de los propios límites es para
Maquiavelo el comienzo de la sabiduría, y por eso se empeñará en mostrar cuáles son.
“... El orden de las cosas humanas es tal que nunca se puede huir de un inconveniente
sin caer en otro. Sin embargo la prudencia consiste en saber conocer
la calidad de esos inconvenientes y elegir el menor como bueno...” (Maquiavelo,
El Príncipe: cap. 21)10. Para Maquiavelo el hombre en situación tiene que elegir,
entre los cursos de acción posibles, el que menos inconvenientes le acarree, pues
creer que existe una solución perfecta que consulte todas las aspiraciones y alcance
todos los objetivos es una mera ilusión. Sensible sobre todo al aspecto negativo
que inevitablemente arrastran consigo las realizaciones humanas, erige el principio
de elegir el mal menor como norma suprema de la prudencia. Hombre prudente
es aquel que, por conocer la verdadera naturaleza de las cosas, está en condiciones
de prever las consecuencias que se seguirán de determinadas decisiones.
El hombre prudente sabe que existe una enorme distancia entre el proyecto y el
resultado, entre la intención y el efecto, y por ello organiza modestamente el dinamismo
de su conciencia en función del mal que desea evitar. Porque este método,
al permitirle circunscribir el mal irreductible, le está señalando al mismo
tiempo el mayor bien posible de alcanzar.
La limitación del hombre no sólo se refleja en el plano ético sino que alcanza
a su misma libertad. ¿En qué medida puede el hombre dominar los acontecimientos
históricos? ¿En qué medida es dueño de su destino? Maquiavelo confiesa
en El Príncipe que él compartió alguna vez la idea de que la fortuna gobierna
de tal modo las cosas del mundo que a los hombres no les es dable, con su prudencia,
dominar lo que tienen de adverso esas cosas. Sin embargo, atento a que
ello implicaría negar enteramente el libre albedrío del hombre y, por ende, toda
posibilidad de modificar conscientemente el curso de la historia, declara que las
acciones de los hombres están gobernadas, en parte, por la fortuna y, en parte, por
ellos mismos (Maquiavelo, El Príncipe: cap. 25).
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Rafael Braun
Fortuna y virtud en la república democrática
Esta distribución salomónica de esferas de influencia no significa que ambas
áreas estén perfectamente delimitadas y que tanto la fortuna como la libertad ejerzan
sus respectivos dominios en la mutua prescindencia. Para Maquiavelo entre
fortuna y libertad se establece una dialéctica de oposición y lucha cuya premisa
básica es que ambos polos son realidades irreductibles. El hombre puede ampliar
la esfera de la libertad en la medida en que, asumiendo su condición de ser libre
e inteligente, no se deja abatir por la certeza de saber que hay en su existencia un
dominio propio de la fortuna constituido por todo aquello que escapa a su gobierno
y previsión. En la medida en que cede al fatalismo abdica de su libertad y se
entrega inerme en manos de la fortuna; por el contrario, en cuanto desentraña la
verdadera naturaleza de las realidades políticas toma conciencia de sus posibilidades
de acción así como de los límites que la acotan. En ocasiones Maquiavelo
pone de relieve la disposición activa del hombre, capaz de doblegar mediante una
acción audaz el dominio de la fortuna11. En otro lugar insiste más bien en el carácter
limitativo de la fortuna, que obliga al hombre a adaptarse a las circunstancias
que ella crea. Ello no implica que en la posición de Maquiavelo haya pasividad
o resignación, sino una lúcida conciencia de que la libertad del hombre está
situada en un mundo ya dado que él no puede cambiar a su antojo12.
El tema de la necesidad se inserta naturalmente en este marco para acotar aún
más la acción del hombre. En efecto, “... la necesidad dirige a menudo hacia un
fin al que la razón estaba lejos de conducir...” (Maquiavelo, Discursos: Libro I,
cap. 6). Es verdad que el hombre nunca hubiera alcanzado la perfección a que ha
llegado si no hubiera estado impulsado por la necesidad13, pero no es menos cierto
que el estado de necesidad coloca al hombre en situaciones en donde las posibilidades
de elección son extremadamente limitadas.
Quizás ningún texto resuma mejor los diversos elementos que hemos venido
analizando que la arenga que Maquiavelo pone en boca de un líder popular en el
capítulo 13 del Libro III de las Historia de Florencia, que creo útil transcribir en
su integridad para que se perciba mejor la fuerza de la argumentación.
“Si debiéramos decidir ahora si hay que tomar o no las armas, quemar y saquear
las casas de los ciudadanos, robar las iglesias, yo sería de aquellos que
juzgarían sensato reflexionar dos veces, y quizás aprobaría a aquellos que prefieren
una miseria tranquila a ganancias peligrosas. Pero dado que se han tomado
las armas y cometido muchos desmanes, creo que la única cosa a considerar
es si no debemos guardarlas, y cómo podemos escapar a las consecuencias
de los desmanes cometidos. Estoy convencido de que es la necesidad la
que nos aconseja hacerlo. Ustedes lo ven: la ciudad entera resuena de quejas
llenas de odio contra nosotros, los ciudadanos se agrupan, la Señoría se pone
siempre del lado de los magistrados. Pueden estar seguros de que se trenza la
cuerda para nosotros, de que se hacen nuevos preparativos contra nuestras cabezas.
Nosotros debemos, por lo tanto, buscar dos cosas, y tener dos fines pre-
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sentes en nuestra deliberación: uno, escapar al castigo de nuestros desmanes de
los últimos días; el otro, asegurarnos para el futuro una existencia más libre y
más satisfactoria que la del pasado. Conviene pues, a mi juicio, si queremos
que se nos perdonen los viejos pecados, cometer nuevos, redoblando los crímenes
y multiplicando incendios y depredaciones. Debemos asegurarnos el mayor
número posible de cómplices, pues allí donde son muchos los que cometen
el mal, nadie es castigado; pues son las faltas pequeñas las que se castigan;
los grandes crímenes son recompensados. Y cuando muchos padecen pocos
buscan vengarse, pues el daño que se hace a todos se soporta con más paciencia
que el que le es infligido a uno. Por consiguiente, multiplicar los crímenes
nos obtendrá más fácilmente el perdón y, además, los medios para obtener lo
que deseamos para ser libres. Y creo que caminamos a un éxito seguro, pues
aquellos que nos lo disputan son ricos y están divididos: sus divisiones nos darán
la victoria, y sus riquezas, cuando sean nuestras, nos la conservarán. Y n o
dejéis que os refrieguen en la cara la antigua nobleza de su sangre, porque todos
los hombres, habiendo tenido un mismo principio, son igualmente antiguos,
y han sido hechos por la naturaleza del mismo modo. Pongámonos todos
desnudos: nos veréis a todos iguales. Pongámonos sus ropas y ellos las nuestras:
sin duda seremos nosotros los que tendremos aire de nobles y ellos de miserables.
Porque sólo la pobreza y la riqueza nos desigualan”.
“Lo que me duele mucho es enterarme que hay entre vosotros algunos que,
por conciencia, se arrepienten de los hechos cometidos, y quieren abstenerse
de cometer nuevos; en cuyo caso, si es verdad, no sois los hombres que yo
creía que erais. ¿En qué esos términos de conciencia, de infamia, pueden
asustaros? Porque los que vencen, de cualquier modo que venzan, nunca cosechan
vergüenza; y no debemos tener en cuenta a la conciencia, pues en personas
como nosotras, llenas de miedo -miedo del hambre, miedo de la prisión-
no puede haber y no debe haber lugar para el miedo del infierno. Pero
si miráis como proceden los hombres veréis que todos aquellos que adquieren
gran riqueza y poder, han llegado a esa posición por el fraude y por la
fuerza; luego, una vez que los han así usurpado por fraude y por violencia,
los decoran con el nombre de ganancia justa. Los otros, aquellos que por
ineptitud o su extrema estupidez, no obran como ellos, languidecen para
siempre en la servidumbre y la miseria: pues los servidores fieles siempre son
servidores, y los hombres buenos siempre son pobres. Sólo escapan a la servidumbre
los infieles y audaces; sólo escapan a la pobreza los rapaces y los
fraudulentos. Dios, la naturaleza, han colocado esos bienes al alcance de
aquellas personas, más accesibles a la rapiña y a las maniobras fraudulentas
que a una industria honesta. He aquí por qué los hombres se devoran entre sí,
y por qué siempre el más débil es comido. Hay que emplear pues la fuerza
cuando la ocasión se presenta, y la fortuna no puede presentarnos una mejor:
los ciudadanos divididos, la Señoría que hesita, los magistrados asustados, y
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Rafael Braun
Fortuna y virtud en la república democrática
esto al punto que es fácil oprimirlos antes de que reaccionen y se agrupen;
luego de lo cual seremos señores de la ciudad, sea totalmente, sea en gran
parte para poder, no sólo ser perdonados de nuestros pasados excesos, sino
amenazar a nuestros conciudadanos con nuevos atropellos. Confieso que este
partido es audaz y peligroso, pero cuando la necesidad urge, la audacia es
juzgada prudencia y en las circunstancias graves los hombres de valor nunca
se han preocupado del peligro. Las empresas comenzadas con peligro terminan
siempre con una recompensa, y no es sino por el peligro que se escapa
del peligro. Creo sin embargo que cuando se preparan las cárceles, la tortura
y la muerte, es más peligroso permanecer quieto que tratar de ir hasta el fin.
En el primer caso está asegurada una conclusión fatal; en el segundo es dudosa.
Os he escuchado a menudo denunciar la avaricia de vuestros superiores
y la injusticia de vuestros magistrados. Ha llegado la hora, no sólo de que
os liberéis de aquellas personas, sino de dominarlas, y que les toque a ellos
el turno de temerles más a vosotros que vosotros a ellos. La oportunidad que
presenta esta ocasión se escapa, y vano sería tratar de recapturarla una vez
que se ha escapado. Veis que vuestros adversarios se preparan; anticipemos
sus designios. Aquel de los dos que primero retome las armas será vencedor,
su enemigo será abatido y él exaltado; habrá honor para muchos de entre nosotros,
y para todos la seguridad”.
El pasaje refleja con más intensidad que en las obras anteriores el pesimismo
del autor, y constituye una suerte de prototipo del modo en que razona un hombre
acosado por la necesidad aplicando los principios maquiavélicos. El resultado
podrá parecer a algunos intolerablemente cínico, pero el objetivo de Maquiavelo
no es justificar una conducta – que, por otra parte, reprueba- sino poner de
relieve el carácter condicionante de las circunstancias. Una vez tomadas las armas
no hay término medio entre seguir luchando en pos de la victoria o sufrir las
consecuencias de la derrota; las posibilidades de la libertad de elección quedan
circunscriptas por las exigencias de la necesidad inscripta en la lucha política. En
esos extremos, “... los hombres prudentes saben siempre atribuirse el mérito de lo
que la necesidad los obliga a hacer...” (Maquiavelo, Discursos: Libro I, cap. 51).
Es natural que Maquiavelo, para quien los hombres están no sólo animados
por deseos y pasiones inextinguibles sino también más inclinados al mal que al
bien, conciba a la comunidad política como una realidad esencialmente conflictiva
en donde los odios y ambiciones amenazan constantemente estallar en violencia.
El conflicto es visto como una realidad positiva en tanto que es el motor que
mantiene en vida a la libertad14. Pero para cumplir esa función las pasiones humanas
que alimentan el conflicto deben encontrar un cauce normal que evite la violencia.
Refiriéndose a la importancia que para el mantenimiento de la libertad en
una república tienen las instituciones que permiten acusar a los ciudadanos ambiciosos
ante el pueblo, dice Maquiavelo que tienen la ventaja de “... ofrecer una
salida normal a los humores que, por una razón u otra, fermentan en las ciudades
92
contra tal o cual. Si estos humores no encuentran una salida normal, recurren a
los medios extraordinarios, ruina de las repúblicas. Nada, por el contrario, hará
firme y segura a una república como canalizar, por así decir, por la ley, los humores
que la agitan...” (Libro Discursos: I, cap. 7). Aparece aquí con bastante claridad
cuál es el papel que se le asigna a la razón en la construcción de un orden político.
Ese papel no es el de extinguir las pasiones en los hombres -tarea por otra
parte imposible- sino “... tomar las medidas más apropiadas para poner un freno
a las pasiones de los hombres...” (Maquiavelo, Discursos: Libro I, cap. 42; El
Príncipe: cap. 25) mediante la construcción de diques que canalicen a las mismas
a fin de que no estalle la violencia. Esos diques son las leyes, obras de la razón.
Pero los que las redactan deben partir del supuesto de que los hombres no son razonables.
Para Maquiavelo fundar o reformar un estado, es decir, darle a una comunidad
política un adecuado ordenamiento legal, es el mayor timbre de honor
que pueda atribuírsele a un hombre público15. La razón no anula la pasión; sólo
puede controlarla. Se comprende así su preferencia por la forma mixta de gobierno,
ya que ésta, al incorporar a los grupos portadores de pasiones encontradas,
crea las condiciones para su mutua neutralización16.
El modelo de sociedad política que propugna Maquiavelo no está fundado en
el mutuo consentimiento y no está organizado en función de la cooperación razonable
entre los ciudadanos. Está fundado, por el contrario, en el antagonismo mutuo
y está organizado con miras a la institucionalización del conflicto, el cual es
reconocido como una realidad permanente y, dentro de ciertos límites, necesaria
para la vigencia de la libertad. El pesimismo antropológico le permite descartar las
soluciones ilusorias, pero no desemboca en el pesimismo político, aun cuando tenga
que reconocer la fragilidad que en este orden tienen las realizaciones humanas.
* * *
Para concluir, quisiera reflexionar brevemente acerca de algunas cuestiones
que han surgido a lo largo de la exposición y que, a mi entender, están conectadas
con la crisis que atraviesa la ciencia política contemporánea.
El lector de los innumerables libros y revistas que se publican en el mundo
dedicados a lo que genéricamente se denomina “ciencia política” no sólo toma
contacto con una serie de conclusiones intelectuales obtenidas luego de laboriosas
investigaciones, sino que a través de ellos es hecho partícipe de las preocupaciones
e intereses que animan a una comunidad profesional de científicos. La pregunta
que cada vez con más insistencia formulan algunos de éstos respecto a la
relevancia que tienen dichas conclusiones nos demuestra que por esta vía se está
replanteando el viejo problema del fin que persigue la reflexión política.
El pensador profesional que hace de la investigación su medio de vida está
ante todo preocupado por obtener la aprobación de sus colegas, y esa aprobación
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Rafael Braun
Fortuna y virtud en la república democrática
se obtiene adoptando los procedimientos y desarrollando los temas aceptados por
los mismos; con lo cual el científico político profesional termina escribiendo e investigando
cosas que interesan principalmente, o exclusivamente, a los miembros
de su comunidad profesional. Hay muchas razones de orden sociológico que explican
este comportamiento, pero la consecuencia del mismo es que se pierde de
vista la finalidad principal del conocimiento político: operar sobre la realidad.
No debe verse en esta afirmación la adhesión a una concepción de la ciencia
que tienda a favorecer las investigaciones aplicadas o los trabajos de “ingeniería
social” en desmedro de las reflexiones puramente teóricas. Un remiendo de este
tipo dejaría intactas, en efecto, las condiciones de vida y de trabajo de la comunidad
científica en gran parte responsable de su esterilidad intelectual. Lo que está
en cuestión, creo, es la posibilidad de aprehender una realidad como la política,
para operar sobre ella desde la perspectiva del espectador, sea éste neutral o
no. El científico político puede emplear diversos métodos para comprender el significado
que ciertas acciones tienen para determinados actores, pero nunca podrá
reemplazar adecuadamente el conocimiento que obtiene el actor a través de su
propia experiencia de la realidad política. No es casual que la inmensa mayoría
de los grandes pensadores políticos, de Platón a Lenin, pasando por Maquiavelo
y los autores del Federalista, hayan sido protagonistas de las luchas políticas de
su época. Nos hablan de una realidad que conocieron por dentro como políticos,
y que no meramente observaron a distancia como científicos.
Si es verdad que toda actividad despierta en el hombre las pasiones propias
de la misma, y que la vivencia de dichas pasiones constituye una valiosa fuente
de información para comprender el sentido de la conducta humana, resulta no sólo
improcedente sino contraproducente segregar al científico político en una universidad
dedicándolo con exclusividad a investigar una realidad de la que se le
prohibe participar. Porque allí experimentará todas las pasiones propias de la vida
universitaria, pero no las que suscita la actividad política. Para que la reflexión
política sea fecunda tiene que ser realizada desde el corazón del fenómeno que se
analiza, porque desde allí el actor adquiere un panorama que le permite percibir
ciertos hechos que el espectador no advierte, y a través de su experiencia singular
obtener una comprensión más cabal de los complejos factores que intervienen
en la determinación de la conducta política17.
Quizás en ningún problema se vea mejor reflejada la necesidad de un cambio
de perspectiva que en el de los valores. Gran parte de la discusión acerca del papel
que juegan los valores en el método científico se comprende si se la inscribe
en el marco del ideal que sitúa al investigador fuera de la realidad que investiga.
Se reconocerá como inevitable que los valores propios se expresen de un modo u
otro como preferencias subjetivas de éste, pero no se aceptará un discurso acerca
de la verdad objetiva contenida en los diferentes sistemas morales. El científico
describe conductas pero no debe inmiscuirse en los problemas de la ética política.
94
Esta compartimentación de atribuciones -el científico estudia lo que es, el filósofo
lo que debe ser- introduce una discontinuidad en el objeto estudiado que éste
no tolera. Porque si bien distinguir adecuadamente los diversos planos de la reflexión
contribuye a obtener un conocimiento más riguroso, establecer entre los
mismos barreras infranqueables es desconocer que entran continuamente en diálogo
en el hombre en acción. Este no se entretiene en especular acerca de las ventajas
relativas de un conjunto abstracto de proposiciones independientemente de su
contenido ético. Colocado en una situación concreta tiene que tomar decisiones
donde no sólo se hallan involucrados aspectos técnicos sino también convicciones
éticas. El espectador puede eludir los problemas éticos, o formular juicios en abstracto;
el actor está obligado a optar por uno u otro camino. Lo que Maquiavelo
expresa a través del principio del mal menor es una experiencia que padecen duramente
muchos intelectuales cuando son llamados a ocupar roles políticos.
En la presente crisis se halla en juego el fundamento antropológico que se le
quiera dar a la ciencia política. Hacer ciencia sin efectuar previamente una reflexión
crítica acerca del hombre conduce a trabajar, sin saberlo, con un “homo politicus”
caracterizado por determinadas teorías filosóficas. Sería difícil negar que
tanto la vertiente rousseauniana como la marxista tienen una visión optimista del
hombre y de su progreso a través de la historia, y que ese optimismo racionalista
subyace a muchos análisis contemporáneos. Maquiavelo nos llama en cambio la
atención acerca de la finitud del hombre y de la presencia irreductible del mal en
el mundo. Este debate acerca de la naturaleza del hombre, que tiene hondas implicancias
en la práctica científica, debe dilucidarse apelando a una experiencia
más amplia que la meramente intelectual. Exige, a mi juicio, que el hombre tome
conciencia de la multidimensionalidad de su ser; que reconozca que es al mismo
tiempo sujeto de razón y de pasión, que desarrolla actividades teóricas y prácticas,
que su existencia tiene una dimensión privada y otra pública, que su conducta
está determinada por imperativos lógicos y éticos. Para ello deben desaparecer
las barreras que compartimentan su existencia impidiéndole tener una experiencia
global de la vida que le revele la riqueza de su propia naturaleza. Pienso que
una reflexión política, para ser fecunda, debe asentarse sobre una experiencia semejante
porque en último término la política es una acción de y para los hombres.
95
Rafael Braun
Fortuna y virtud en la república democrática
Bibliografía
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96
Notas
Agradezco a Carlos Floria, Natalio Botana y Ezequiel de Olaso las observaciones
efectuadas a una versión previa a este trabajo. Publicado en Desarro -
llo económico, Nº 49, vol. 13, abril-junio 1973.
1 “... La cosa es más difícil cuando se trata de los que participaron de la ciudadanía
a causa de una revolución. (...) Pero lo que se discute en este caso no
es quién es ciudadano, sino si lo es con justicia o sin ella. También podría uno
preguntarse si en el caso de que alguien sea ciudadano injustamente, no dejará
también por eso de ser ciudadano, puesto que injusto equivale a falso.
Pero puesto que vemos que algunos gobiernan injustamente y decimos que
gobiernan, aunque no con justicia, y hemos definido al ciudadano por cierto
ejercicio del poder (...) es evidente que debemos llamarlos ciudadanos...”
(Aristóteles, 1951: Libro III, cap. 2, 1275b34-1276ª6).
2 “... He expresado en esta obra todo lo que sé y todo lo que he podido aprender
de las cosas del mundo a través de una larga práctica y una lectura asidua...”
(Maquiavelo, Discurso sobre la primera década de Tito Livio: Dedicatoria).
Sobre el problema del método en Maquiavelo pueden consultarse las siguientes
obras: Renaudet (1956: pp. 119-152), Gilbert (1965: pp. 152-170), Chabod
(1965: pp. 126-148), Namer (1961: pp. 87-96), Anglo (1971: pp. 215-243).
3 Que cita en el mismo sentido a Janet (1948: p. 546).
4 En este contexto general deben leerse afirmaciones como éstas, dispersas
en la obra de Maquiavelo: “... Se puede decir una cosa en general de todos
los hombres: que son ingratos, volubles, simuladores, enemigos del peligro,
ávidos de las ganancias...” (El Príncipe: cap. 17).
5 Ver al respecto el interesante artículo de Gray (1967: pp. 34-53).
6 “... Estos medios son crueles, sin duda, y contrarios no sólo a todo cristianismo
sino a toda humanidad; todo hombre debe aborrecerlos, y preferir la
condición de simple ciudadano a la de rey, al precio de perder a tantos hombres.
Sin embargo a quien no quiere escoger el camino del bien, porque desea
mantenerse en el poder, le conviene entrar en este mal. Pero la mayoría
de los hombres escogen una vía media, que son las peores de todas; porque
no saben ser ni totalmente buenos ni totalmente malos...”. (Maquiavelo, Dis -
cursos: Libro I, cap. 26). “... Los hombres no saben ser ni honorablemente
malos ni perfectamente buenos, y cuando una mala acción presenta alguna
grandeza o magnanimidad, no la saben cometer...”. (Maquiavelo, Discursos:
Libro I, cap. 27).
7 La crítica que Maquiavelo hace a la manera en que se interpreta al cristianismo
en su época se funda en que destruye las virtudes propias del ciudadano
(Discursos: Libro II, cap. 2).
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Fortuna y virtud en la república democrática
8 “... Es el bien general y no el interés particular lo que hace poderoso a un estado;
y sin discusión sólo en las repúblicas se tiene en vista el bien público. (...) Lo
contrario ocurre bajo el gobierno de un príncipe: casi siempre su interés particular
está en oposición con el del estado...” (Maquiavelo, D i s c u r s o s: Libro II, cap. 2).
9 “... Un príncipe prudente no puede ni debe cumplir su palabra cuando tal
observancia le sea desfavorable y ya no existan las circunstancias que le obligaron
a empeñarla. Si los hombres fueran todos hombres de bien, mi precepto
no sería bueno; pero como son malvados y ellos tampoco la respetarían, tú
tampoco debes respetarla...” (Maquiavelo, El Príncipe: cap. 18).
1 0 “... Pues tal es la suerte de las cosas humanas que no se puede evitar un inconveniente
sin caer en otro. (...) Hay que elegir, pues, en todas nuestras resoluciones
el partido que tenga menos inconvenientes; pues no hay ninguno que
esté totalmente exento...” (Maquiavelo, D i s c u r s o s: Libro I, cap. 6). “... Pero
(el Senado) juzgó las cosas como hay que juzgarlas, y tomó siempre el partido
del mal menor como el mejor...” (Maquiavelo, D i s c u r s o s: Libro I, cap. 38).
11 “... Soy de la opinión de que es mejor ser impetuoso que respetuoso, porque
la fortuna es mujer y es necesario castigarla para mantenerla sumisa. Y
se ve comúnmente que ella se deja vencer más bien por aquéllos, que por los
que proceden fríamente. Por eso, como mujer, siempre es amiga de los jóvenes,
porque tienen menos respeto y más ferocidad, y la mandan con más audacia...”
(Maquiavelo, El Príncipe: cap. 25).
12 “... Repito, pues, como una verdad irrefutable y cuyas pruebas están en toda
la historia, que los hombres pueden secundar a la fortuna pero no oponérsele;
tejer los hilos de su trama y no cortarlos. No deben nunca abandonarse.
Ignoran cuál es su fin; y cómo la fortuna no obra sino por vías oscuras y sinuosas,
les queda siempre la esperanza; y de esta esperanza deben extraer la
fuerza de nunca abandonarse, cualesquiera sea la miseria o el infortunio en
que puedan encontrarse...” (Maquiavelo, Discursos: Libro II, cap. 29).
13 “... Las manos y la lengua de los hombres, esos dos nobles artesanos de su
grandeza, no lo habrían nunca llevado a la perfección en que lo vemos sin el
impulso de la necesidad...” (Maquiavelo, Discursos: Libro III, cap. 12).
1 4 “... En toda república hay dos partidos: el de los grandes y el del pueblo. Y
todas las leyes favorables a la libertad nacen de su mutua oposición...” (Maq
u i a v e l o , D i s c u r s o s: Libro I, cap. 4). Sobre la opinión de Maquiavelo respecto
de los “grandes” ver Bonadeo (1969: pp. 9-30). Con respecto al concepto de libertad
debe consultarse el exhaustivo trabajo de Colish (1971: pp. 323-350).
1 5 Sobre este punto ver el documentado artículo de Whitfield (1955: pp. 19-39).
16 Se encontrará una buena discusión sobre el tema en Cadoni (1962: pp.
462-84).
98
17 Sobre el rol de la experiencia en el conocimiento de la política, el juicio
de Aristóteles es significativo: “... De allí que el hombre joven no es un oyente
adecuado de las lecciones sobre política, pues carece de experiencia de las
cosas de la vida, que son sin embargo el punto de partida y el objeto de los
razonamientos de esta ciencia...” (Etica a Nicómaco: Libro I, 1095ª2-4).
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