sábado, 21 de septiembre de 2013
EL MÉTODO ANALÉCTICO Y LA FILOSOFÍA LATINOAMERICANA* Enrique Dussel (colaboración de José López)
El método dialéctico u ontológico llega hasta el horizonte del mundo,
la com-prensión del ser, el pensar esencial heideggeriano, o la
Identidad del concepto en y para-sí como Idea absoluta en Hegel:
"el pensar que piensa el pensamiento". La ontología de la Identidad
o de la Totalidad piensa o incluye al Otro (o lo declara intrascendente
para el pensar filosófico mismo). Nos proponemos mostrar
cómo más allá del pensar dialéctico ontológico y la Identidad divina
del fin de la historia y el Saber hegeliano (imposible y supremamente
veleidoso: ya que intenta lo imposible) se encuentra todavía un momento
antropológico que permite afirmar un nuevo ámbito para el
pensar filosófico, meta-físico, ético o alterativo. Entre el pensar de
la Totalidad, heideggeriana o hegeliana (uno desde la finitud y el
otro desde el Absoluto) y la revelación positiva de Dios (que sería
el ámbito de la palabra teológica)1 se debe describir el estatuto de la
revelación del Otro, antropológico en primer lugar, y las condiciones
metódicas que hacen posible su interpretación. La filosofía no sería
ya una ontología de la Identidad o la Totalidad, no se negaría como
una mera teología kierkegardiana, sino que sería una analéctica pedagógica
de la liberación, una ética primeramente antropológica o una
meta-física histórica.
La crítica a la dialéctica hegeliana fue efectuada por los posthege-
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*Ponencia presentada al VIII Congreso Panamericano de Filosofía, Brasilia.
1972.
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lianos (entre ellos Feuerbach, Marx y Kierkegaard). La crítica a la
ontología heideggeriana ha sido efectuada por Lévinas. Los primeros
son todavía modernos; el segundo es todavía europeo. Seguiremos
indicativamente el camino de ellos para superarlos desde América
latina. Ellos son la prehistoria de la filosofía latinoamericana y el
antecedente inmediato de nuestro pensar latinoamericano. No podíamos
contar ni con el pensar preponderante europeo (de Kant, Hegel
o Heidegger) porque nos incluyen como "objeto" o "cosa" en su
mundo; no podíamos partir de los que los han imitado en América
latina, porque es filosofía inauténtica. Tampoco podíamos partir de
los imitadores latinoamericanos de los críticos de Hegel (los marxistas,
existencialistas latinoamericanos) porque eran igualmente inauténticos.
Los únicos reales críticos al pensar dominador europeo han sido
los auténticos críticos europeos nombrados o los movimientos históricos
de liberación en América latina, África o Asia. Es por ello que,
empuñando (y superando) las críticas de Hegel y Heidegger europeas
y escuchando la palabra pro-vocante del Otro, que es el oprimido
latinoamericano en la Totalidad nordatlántica como futuro, puede
nacer la filosofía latinoamericana, que será, analógicamente, africana
y asiática. Veamos muy resumidamente cómo pueden servirnos los
pasos críticos de los que nos han antecedido, y de cómo deberemos
superarlos desde la pro-vocación al servicio en la justicia que nos exige
el pueblo latinoamericano en su camino de liberación.
De Schelling queremos recoger la indicación de que más allá de la
ontología dialéctica de la Identidad del ser y el pensar (por ello Heidegger
con su "pensar esencial" con respecto al "ser desde él mismo"
es criticado por Schelling) se encuentra la positividad de lo impensable2.
El Schelling definitivo se vuelve contra Hegel indicando, como
para Kant, que "la representación no da por sí misma la existencia
a su objeto"3. Es decir, para Kant una de las categorías de modalidad
(y por tanto sus juicios) es la de posibilidad o imposibilidad4, y,
por ello, analítico o negativamente deductible. Para Schelling, Hegel
se encuentra en esta posición (que Fichte y el mismo Schelling de la
juventud habían aprobado y expuesto), ya que "sólo se ocupa de la
posibilidad (Möglichkeit) (lo que algo es: das Was)... pero independiente
de toda existencia (Existenz)"5 y, por ello, es sólo una filosofía
negativa porque "el acto en sí es sólo en el concepto"6. La
"filosofía positiva es la que emerge desde la existencia; de la existencia,
es decir, del actu acto-Ser... Éste es primeramente sólo un puro
esto (en ti)"7. La existencia es un "prius"8 que había sido dejada de
lado por Hegel en el nivel de la conciencia.
Feuerbach, que escuchó las lecciones de Schelling, continúa su refle-
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xión, mostrando que si el ser es el pensar en Hegel, todo se resume
en el ser como pensar divino. Si el pensar absoluto es la Idea y ésta es
dios, es necesario, para recuperar la existencia, negar a dicho dios:
"La tarea del tiempo nuevo fue la realización y la humanización de
dios, el pasaje y la resolución de la teología en la antropología"9.
Es por ello un ateísmo. Pero el ateísmo del dios de la Totalidad hegeliana
es la condición de posibilidad de la afirmación de un Dios creador
(cuestión que no abordaremos aquí). Negar al hombre como sólo
razón es pasar de la posibilidad a la existencia; es redescubrir al hombre
sensible, corporal, carne, que había negado Descartes. Kant había
dicho que "en todos los fenómenos, lo real (Real) es un objeto de
sensación (der Empfindung)"10. Por ello "lo real (das Wirkliche)en
su realidad como real es lo real como objeto de los sentidos; es lo
sensible (Sinnliche). Verdad, realidad, ser objeto del sentido (Sinnlichkeit)
son idénticos"11. Si la existencia de algo es percibida y no pensada,
la sensibilidad corporal es la condición del constatar la existencia
o realidad. Por su parte, lo supremamente real existente es para el
hombre otro hombre, porque "la esencia del hombre es la comunidad"
(§ 59), "la unidad de Yo y Tú" (§ 60). Es decir, lo supremamente
sensible es otro hombre, y, por ello, "la verdadera dialéctica
no es el monólogo (hegeliano) del pensador solitario consigo mismo,
sino el diálogo entre Yo y Tú" (§ 62). El Tú sensible es exterioridad
de la razón; es existencia real. Es un paso más allá de Schelling, pero,
y al mismo tiempo, se cierra nuevamente en la Totalidad de la humanidad:
"La verdad es sólo la Totalidad de la vida y esencia humana
(die Totalität...)" (§ 58). La Alteridad no ha sido sino indicada
pero no propiamente pensada y definida para que no se caiga nuevamente
en la Totalidad.
Marx continúa el camino emprendido. Contra la mera intuición
sensible de Feuerbach, criterio visivo o pasivo de lo real, el joven
filósofo describe lo real no sólo como "lo sensible" más allá de lo
meramente racional, sino como "lo pro-ducido" más allá de la mera
sensibilidad. Por ello, "el error principal de todos los materialismos
hasta ahora (incluyendo al feuerbachiano) consiste en que el objeto,
la realidad, el ser objeto de la sensibilidad, ha sido captado sólo
bajo la forma de un objeto o de una intuición, pero no como acción
humana sensible, como praxis, como sujeto"12. Lo real no siempre
es "dado" a la sensibilidad, sino que hay que producirlo para que se
dé. Tengo hambre; el pan sensible debo producirlo para que se me dé
a la intuición sensible. Es real (real como lo efectivamente dado al
hombre) lo que por el trabajo es puesto a la disposición efectiva
del hombre. La antropología feuerbachiana ha sido transformada en
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antropología cultural, si cultura (del latín: agri-cultura) es "1o producido"
por el trabajo humano. La Totalidad no es ahora la humanidad
sensible sino la cultura universal. La exterioridad de lo producido
sensible queda nuevamente interiorizado.
Kierkegaard viene a dar un paso más, pero en otra dirección. Para
el filósofo danés, el mundo hegeliano sistemático racional queda comprendido
en la etapa de lo estético: se trata de la contemplación o
de la "identidad del ser y el pensar"13, "un sistema y un Todo cerrado"
14, donde cada hombre queda perdido como una "parte" de la
"visión histórica mundial"15. La segunda etapa, la ética, se produce
por la conversión que permite acceder al sujeto a la elección personal
de su existencia como exigida por el deber. No es ya un hombre perdido
en el abstracto mundo de la contemplación descomprometida,
pero es todavía, "éticamente, la idealidad como la realidad en el individuo
mismo. La realidad es la interioridad que tiene un interés
infinito por la existencia, el que el individuo ético tiene por sí mismo"
16. El hombre ético está todavía encerrado en la Totalidad, aunque
sea una Totalidad subjetivizada y exigente; es no sólo el Hegel
de la Filosofía del Derecho, sino el Heidegger de Ser y tiempo.
En la tercera etapa el pensar de Kierkegaard indica la cuestión
de la Alteridad (pero sólo en el nivel teológico, dejando de lado la
otra indicación de Feuerbach, en el sentido de que la Alteridad debe
comenzar por ser antropológica, y, por ello, dejando igualmente de
lado el avance del mismo Marx). Más allá del saber ético se encuentra
la fe existencial, que permite acceder a la "realidad como exterioridad"
17, en su sentido primero y supremo. Más allá de la Totalidad
ética del deber se encuentra la Alteridad: "El objeto de la fe es la
realidad del Otro. El objeto de la fe no es una doctrina... El objeto
de la fe no es el de un profesor que tiene una doctrina... El objeto de
la fe es la realidad del que enseña que él existe realmente... El
objeto de la fe es entonces la realidad de Dios en el sentido de existencia"
18. La fe no "comprende la realidad del Otro como una posibilidad"
19, sino como "lo absurdo, lo incomprensible"20. "¿Qué es
lo absurdo? Lo absurdo es que la verdad eterna se haya revelado en
el tiempo... Lo absurdo es, justamente, por medio del escándalo
objetivo [es decir, el sistema hegeliano], el dinamómetro de la fe"21.
La fe, entonces, es la posición que, superando el saber de la Totalidad
(absurda en cuanto el fundamento o identidad ha quedado atrás:
absurdo = sin razón o fundamento [Grundlos]), permite vivir sobre
la palabra reveladora de Dios; se "opone a las opiniones" de la Totalidad
("paradójico" entonces). Por ello, la posición "religioso-paradojal"
22 es la re-ligación suprema al Otro y la aceptación de su exte-
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rioridad a toda especulación; es el respeto por la existencia (Dios,
concreto, personal, individual), desde el escándalo y lo absurdo de la
razón sistemática.
Es aquí donde aparece nuevamente el viejo Schelling. En su última
obra, Filosofía de la revelación, indica que por revelación se entiende,
cuando es "la verdadera revelación de la fe"23, no sólo “de lo que no
hay ciencia, sino de la que no podría haber ningún saber sin la misma
revelación (ohne die Offenbarung)”24. Por ello, "aquí sería establecida
la revelación primeramente como una adecuada y especial fuente de
conocimiento (Erkenntnissquelle)"25. Ahora, se pregunta Schelling:
"¿En qué condiciones es posible llegar al conocimiento filosófico de
lo que sea [la revelación]?"26. A lo que responde que acerca del Dios
creador, a priori, sólo "podemos tener un conocimiento a posteriori"27;
es decir, la revelación supone el revelador. Por ello, “la fe (der Glaube)
no debe ser pensada como un saber infundado (unbegründetes
Wissen), sino que habría más bien que decir que ella es lo mejor
fundado de todo (allerbegründetste), porque sólo ella tiene [como fundamento]
algo tan Positivo en absoluto que toda superación (Uebergang)
hacia otro término es imposible”28.
La superación real de toda esta tradición, más allá de Marcel y
Buber, ha sido la filosofía de Lévinas, todavía europea, y excesivamente
equívoca. Nuestra superación consistirá en repensar su discurso
desde América latina y desde la ana-logía; superación que he podido
formular a partir de un personal diálogo mantenido con el filósofo
en París y Lovaina en enero de 1972. En la sección de su obra Totalidad
e infinito, que denomina "Rostro y sensibilidad"29 asume a
Feuerbach y lo supera: el "rostro" del Otro (en el cara-a-cara) es
sensible, pero la visibilidad (aun inteligible) no sólo no agota al Otro
sino que en verdad ni siquiera lo indica en lo que tiene de propio.
Ese "rostro" es, sin embargo, un rostro que interpela, que pro-voca
a la justicia (y en esto queda asumido Marx, como antropología cultural
del trabajo justo). Esta es una relación alterativa antropológica,
que siguiendo la consigna de Feuerbach, debió primeramente ser atea
de la Totalidad o "lo Mismo" como ontología de la visión, para exponerse
al Otro (pasaje de la teología hegeliana a la antropología postmoderna).
Pero el Otro, ante el que nos situamos en el cara-a-cara
por el désir (expresión afectiva que intelectivamente correspondería
a la fe), es primeramente un hombre, que se revela, que dice su palabra.
Revelación del Otro desde su subjetividad no es manifestación
de los entes en mi mundo. Con esto Lévinas ha dado el paso antropológico,
indicado por Feuerbach y "saltado" por Schelling, Kierkegaard
y Jaspers; El Otro, un hombre, es la epifanía del Otro divino,
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Dios creador. El Otro, antropológico y teológico (teología que está
condicionada por el ateísmo previo de la Totalidad, posición fecunda
de Feuerbach y Marx), habla desde sí, y su palabra es un Decir-se30.
El Otro está más allá del pensar, de la com-prensión, de la luz, del
lógos; más allá del fundamento, de la identidad: es un án-arjos.
Sin embargo, Lévinas habla siempre que el Otro es "absolutamente
otro". Tiende entonces hacia la equivocidad. Por otra parte, nunca
ha pensado que el Otro pudiera ser un indio, un africano, un asiático.
El Otro, para nosotros, es América latina con respecto a la Totalidad
europea; es el pueblo pobre y oprimido latinoamericano con respecto
a las oligarquías dominadoras y sin embargo dependientes. El método
del que queremos hablar, el ana-léctico, va más allá, más arriba,
viene desde un nivel más alto (aná-) que el del mero método dialéctico.
El método dia-léctico es el camino que la Totalidad realiza
en ella misma: desde los entes al fundamento y desde el fundamento
a los entes. De lo que se trata ahora es de un método (o del explícito
dominio de las condiciones de posibilidad) que parte desde el Otro
como libre, como un más allá del sistema de la Totalidad; que parte
entonces desde su palabra, desde la Revelación del Otro y que con-fiando
en su palabra obra, trabaja, sirve, crea. El método dia-léctico es la
expansión dominadora de la Totalidad desde sí; el pasaje de la potencia
al acto de "lo Mismo". El método ana-léctico es el pasaje al justo
crecimiento de la Totalidad desde el Otro y para "servir-le" (al Otro)
creativamente. El pasaje de la Totalidad a un nuevo momento de sí
misma es siempre dia-léctica, pero tenía razón Feuerbach al decir que
"la verdadera dialéctica" (hay entonces una falsa) parte del diá-logo
del Otro y no del "pensador solitario consigo mismo". La verdadera
dia-léctica tiene un punto de apoyo ana-léctico (es un movimiento
ana-dia-léctico); mientras que la falsa, la dominadora e inmoral dialéctica
es simplemente un movimiento conquistador: dia-léctico.
Esta ana-léctica no tiene en cuenta sólo un rostro sensible del Otro
(la noción hebrea de basar, "carne" en castellano, indica adecuadamente
el unitario ser inteligible-sensible del hombre, sin dualismo de
cuerpo-alma), del Otro antropológico, sino que exige igualmente
poner fácticamente al "servicio" del Otro un trabajo-creador (más
allá, pero asumiendo, el trabajo que parte de la necesidad de Marx).
La ana-léctica antropológica es entonces una economía (un poner la
naturaleza al servicio del Otro), y una erótica y una política. El Otro
nunca es "uno solo" sino, fluyentemente, también y siempre “vosotros”.
Cada rostro en el cara-a-cara es igualmente la epifanía de una
familia, de una clase, de un pueblo, de una época de la humanidad
y de la humanidad misma por entero, y, más aún, del Otro absoluto.
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El rostro del Otro es un aná-logos; él es ya la "palabra" primera y
suprema, es el gesto significante esencial, es el contenido de toda
significación posible en acto. La significación antropológica, económica,
política y latinoamericana del rostro es nuestra tarea y nuestra
originalidad. Lo decimos sincera y simplemente: el rostro del pobre
indio dominado, del mestizo oprimido, del pueblo latinoamericano
es el "tema" de la filosofía latinoamericana. Este pensar ana-léctico,
porque parte de la revelación del Otro y piensa su palabra, es la
filosofía latinoamericana, única y nueva, la primera realmente postmoderna
y superadora de la europeidad. Ni Schelling, ni Feuerbach,
ni Marx, ni Kierkegaard, ni Lévinas han podido trascender Europa.
Nosotros hemos nacido afuera, la hemos sufrido. ¡De pronto la miseria
se transforma en riqueza! Esta es la auténtica filosofía de la miseria
que Proudhon hubiera querido escribir. “C’est toute un critique de
Dieu et du genre humain”31. Es una filosofía de la liberación de la
miseria del hombre latinoamericano, pero, y al mismo tiempo, es
ateísmo del dios burgués y posibilidad de pensar un Dios creador
fuente de la Liberación misma.
Resumiendo. En primer lugar, el discurso filosófico parte de la
cotidianidad óntica y se dirige dia-léctica y ontológicamente hacia el
fundamento (cap. I, §§ 1-6). En segundo lugar, de-muestra científicamente
(epistemática, apo-dícticamente) los entes como posibilidades
existenciales. Es la filosofía como ciencia, relación fundante de
lo ontológico sobre lo óntico (cap. II, §§ 7-12). En tercer lugar, entre
los entes hay uno que es irreductible a una de-ducción o de-mostración
a partir del fundamento: el “rostro” óntico del Otro que en su visibilidad
permanece presente como trans-ontológico, meta-físico, ético
(Cap. III, §§ 13-19). El pasaje de la Totalidad ontológica al Otro
como otro es ana-léctica, discurso negativo desde la Totalidad, porque
se piensa la imposibilidad de pensar al Otro positivamente desde la
misma Totalidad; discurso positivo de la Totalidad, cuando piensa
la posibilidad de interpretar la revelación del Otro desde el Otro.
Esa revelación del Otro, es ya un cuarto momento, porque la negatividad
primera del Otro ha cuestionado el nivel ontológico que es
ahora creado desde un nuevo ámbito (cap. IV, §§ 20-25). El discurso
se hace ético y el nivel fundamental ontológico se descubre como no
originario, como abierto desde lo ético, que se revela después (ordo
cognoscendi a posteriori) como lo que era antes (el prius del ordo
realitatis). En quinto lugar (y lo pensaremos en el § 37), el mismo
nivel óntico de las posibilidades queda juzgado y relanzado desde un
fundamento éticamente establecido (cap. V, §§ 26-31), y estas posibi-
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lidades como praxis analéctica transpasan el orden ontológico y se
avanzan como "servicio" en la justicia.
Lo propio del método ana-léctico es que es intrínsecamente ético
y no meramente teórico, como es el discurso óntico de las ciencias
u ontológico de la dialéctica. Es decir, la aceptación del Otro como
otro significa ya una opción ética, una elección y un compromiso
moral: es necesario negarse como Totalidad, afirmarse como finito,
ser ateo del fundamento como Identidad. "Cada mañana despierta
mi oído, para que oiga como discípulo" (Isaías, 50, 4). En este caso
el filósofo antes que un hombre inteligente es un hombre éticamente
justo; es bueno; es discípulo. Es necesario saber situarse en el caraa-
cara, en el êthos de la liberación (como lo hemos resumidamente
descrito en el § 31), para que se deje ser otro al Otro. El silenciarse
de la palabra dominadora; la apertura interrogativa a la pro-vocación
del pobre; el saber permanecer en el "desierto" como atento oído es
ya opción ética. El método ana-léctico incluye entonces una opción
práctica histórica previa. El filósofo, el que quiera pensar metódicamente,
debe ya ser un "servidor" comprometido en la liberación.
El tema a ser pensado, la palabra reveladora a ser interpretada, le
será dada en la historia del proceso concreto de la liberación misma.
Esa palabra, ese tema no puede leerse (no es un "ser-escrito": texto),
ni puede contemplarse o verse (no es un "ser-visto": idea o luz),
sino que se oye en el campo cotidiano de la historia, del trabajo y
aún de la batalla de la liberación. El saber-oír es el momento constitutivo
del método mismo; es el momento discipular del filósofo;
es la condición de posibilidad del saber-interpretar para saber-servir
(la erótica, la pedagógica, la política, la teológica). La conversión al
pensar ontológico es muerte a la cotidianidad (la hemos visto en el
§ 33). La conversión al pensar meta-físico es muerte a la Totalidad.
La conversión ontológica es ascensión a un pensar aristocrático, el
de los pocos, el de Heráclito que se opone a la opinión de "los más"
(hoì polloí). La conversión al pensar ana-léctico o meta-físico es exposición
a un pensar popular, el de los más, el de los oprimidos, el del
Otro fuera del sistema; es todavía un poder aprender lo nuevo. El
filósofo ana-léctico o ético debe descender de su oligarquía cultural
académica y universitaria para saber-oír la voz que viene de más allá,
desde lo alto (aná-), desde la exterioridad de la dominación. La cuestión
es, ahora: ¿Qué es la ana-logía? ¿Cómo es posible interpretar
la palabra ana-lógica? ¿La misma palabra del filósofo, la filosofía
como pedagogía analéctica de la liberación, no es ella misma analógica?
¿La filosofía latinoamericana no sería un momento nuevo y
analógico de la historia de la filosofía humana? Estas cuatro pregun-
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tas deberemos responderlas sólo programáticamente, es decir, resumida
e indicativamente.
El problema de la analogía es un tema de suma actualidad32. La
palabra lógos significa para la Totalidad: co-lectar, reunir, expresar,
definir; es el sentido griego originario que Heidegger ha sabido redescubrir.
Pero la palabra lógos traduce al griego el término hebreo
dabar que significa en cambio: decir, hablar, dialogar, revelar, y, al
mismo tiempo: cosa, algo, ente. El lógos es unívoco; la dabar es análoga33.
Cabe destacarse, desde el inicio de nuestra descripción, que
tratamos aquí, por ahora (en nuestra Ética nos ocuparemos de
la analogía reí), la analogía verbí (la analogía de la palabra), es
decir, del hombre como revelación, ya que el hombre (el Otro) es la
fuente de la palabra y en su libertad estriba por último lo originario
de la palabra reveladora, no meramente expresora. Analogía verbí o
analogía fideí no debe confundírsela con la analogía nomini, ya que
esta última es de la palabra-expresiva, mientras que la primera es la
palabra que revela ante la Totalidad que escucha con con-fianza
(con fe antropológica), en la ob-ediencia discipular.
La noción de analogía es ella misma analógica. La analogía del
ser y el ente (cuya diferencia es ontológica: la "diferencia ontológica")
no es la analogía del ser mismo (cuya diversidad es alterativa:
la "distinción meta-física")34. Si el ser mismo es analógico los dos
analogados del ser no son ya di-ferentes sino dis-tintos, y de allí la
denominación que proponemos (más allá que la de Heidegger) de
"dis-tinción meta-física". Esta simple indicación deja casi sin efecto
la totalidad de los trabajos contemporáneos sobre la cuestión analógica,
y los reinterpreta desde otra perspectiva.
La analogía del ser y del ente, la "di-ferencia ontológica" fue explícita
y correctamente planteada por Aristóteles (continuando el esfuerzo
platónico y rematando en el plotiniano). Nos dice, dejando
de lado el uso óntico de la analogía en biología, y cosmología, refiriéndose
a la analogía en su uso lógico ontológico: "(los términos)
pueden compararse por su cantidad o por su semejanza (katà homoíos)...
puesto que de estas cosas no se predica (légetai) lo semejante
idénticamente (taûta). (Estos términos) son homónimos (homónymon
)"35. Los homónimos son los que tienen igual término para
significar dos entes o nociones "semejantes" (no idénticas ni diferentes)
pero con un momento de diversidad. Dejando de lado todas
las analogías ónticas, recordemos lo que nos dice genialmente el Estagirita
en cuanto a la analogía ontológica: "Tó de ón légetaí pollajôs
(el ser se predica de muchas maneras)"36, pero aclara de inmediato
que dichas predicaciones se refieren "a un polo (èn) y a una misma
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fysin... (Es decir) el ser se predica de muchas maneras pero todas
(las dichas maneras) con respecto a un origen (pròs mían arjén)"37.
De la misma maneta se plantea la cuestión de la analogía en Kant,
y Hegel desde la subjetividad moderna, o en Heidegger desde la
ontología38. Toda esta doctrina se resume en su esencia, sin entrar
a la "clasificación" de las diversas analogías ónticas, en que el "ser"
no se predica como los géneros. Los géneros se diferencian en especies,
gracias a las "di-ferencias específicas". Las especies coinciden en la
identidad del género. No debe olvidarse que el nivel de los géneros y
especies es óntico: los entes son los que coinciden en los géneros y
especies. El "ser" está más arriba que todo género y no es meramente
un género de género, sino que se encuentra en un nivel diverso,
ontológico. Los géneros y especies son interpretables, conceptualizables
por el lógos. Aquí lógos es una función secundaria de la inteligencia,
fundada en el noeîn (Aristóteles), en la Vernunft (Hegel),
la "com-prensión del ser" (Heidegger); el lógos es aquí el entendimiento
(Kant, Hegel) o la interpretación existencial (Heidegger)39,
Más-arriba40 de dicho lógos se encuentra el "ser" que metafóricamente
puede llamarse "horizonte" del mundo, "luz" del ente o, estrictamente,
la Totalidad de sentido. Para los griegos era la fysis, nombrada
explícitamente por Aristóteles, que se puede manifestar como
materia o forma, como potencia o acto, como ousía o accidente, como
verdad o falso, la última referencia. Pero en último término, el contenido
de la palabra "ser", el "ser en cuanto ser", es idéntico a sí
mismo, es Uno y "lo Mismo". Si es verdad que "puede predicarse
de muchas maneras" con respecto al ente (y en esto el ser es ana-lógico
en el nivel óntico), sin embargo, es idéntico a sí mismo. El ser,
que se predica analógicamente del ente, es él mismo tò autó, das Selbe,
"lo Mismo", como "lo visto" (físicamente por los griegos, subjetualmente
por los modernos). El ser se "ex-presa" entonces de muchas
maneras (con "di-ferencia ontológica", tanto del ser con respecto a
los entes, como entre las predicaciones fundamentales entre sí: la
materia de la forma, p. ej.), pero dicha "ex-presión" no sobre-pasa
la Totalidad ontológica como tal, que es idéntica y unívoca ("llama"
y es "llamada" fundamental y ontológicamente de la Misma manera):
el fundamento es Uno, es neutro y trágicamente "así, como es".
Hay sólo analogía del ente (analogia entis) (no se olvide que el
“ente” es "el que es" ónticamente, y "lo que" es como sentido tiene
su raíz en el fundamento ontológico); analógica es la predicación
del ser con respecto al ente. La dia-léctica ontológica es posible porque
el ente es analógico o porque se le predica el ser analógicamente;
es decir, el ser está siempre más allá y el movimiento es posible como
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actualidad de la potencia. Pero al fin el ser es Uno y el movimiento
ontológico fundamental es "la eterna repetición de lo Mismo". La
mera analogía del ente termina por ser la negación de la historicidad.
En cambio, la ana-logía del ser mismo nos conduce a una problemática
abismalmente diversa. El "ser mismo" es análogo y por ello
lo es doblemente el ente, ya que la "cosa" (res para nosotros no es
ens, como lo veremos en la Ética) misma es analógica. La diversidad
del ser en una y otra significación originariamente dis-tinta
la hemos denominado la "dis-tinción meta-física". No se trata de
que sólo el ser como fundamento se diga de maneras analógicamente
diferentes. Es que el mismo ser como fundamento de la Totalidad
no es el único modo de predicar el ser. El ser como más-alto (áno)
o por sobre (aná-) la Totalidad, el Otro libre como negatividad primera,
es ana-lógico con respecto al ser del noeîn, de la Razón hegeliana
o de la com-prensión heideggeriana. La Totalidad no agota
los modos de decir ni de ejercer el ser. El ser como fysis o subjetividad,
como Totalidad, es un modo de decir el ser; el ser idéntico y único
funda la analogía del ente. En cambio, el ser como la Libertad abismal
del Otro, la Alteridad, es un modo de decir el ser verdaderamente
aná-logica y dis-tinta, separada, que funda la analogía de la palabra
(como primer modo que se nos da de la analogía de la cosa real:
la analogia fidei es la propedéutica a la analogia rei, como veremos
más adelante). El ser único e idéntico en sí mismo de la analogía del
ente, gracias a la "di-ferencia ontológica", funda la ex-presión (lógos
apofantikós) de la Totalidad. El ser analógico del Otro como alteridad
meta-física, gracias a la "dis-tinción", origina la revelación del
Otro como pro-creación en la Totalidad. El lógos como palabra expresora
es fundamentalmente (con referencia al horizonte del mundo)
unívoca: dice el único ser. La dabar (en hebreo "palabra") como voz
reveladora del Otro es originariamente aná-loga. Ahora la ana-logía41
quiere indicar una palabra que es una revelación42, un Decir43 cuya
presencia44 patentiza la ausencia, que sin embargo atrae y pro-voca,
de "lo significado": el Otro mismo como libre y como pro-yecto ontológico
alterativo; ahora todavía incom-prensible, transontológico.
La palabra reveladora del Otro, como otro y primeramente, es
una palabra que se capta (comprensión derivada inadecuada) en la
"semejanza"45, pero que no se llega a "interpretar" por lo abismal
e incomprensible de su origen dis-tinto. Tomemos algunos ejemplos
cotidianos para descubrirla como la palabra primera y más frecuente.
La palabra reveladora erótica exclama: "-Te amo" (sea mujer o
varón a un varón o mujer). La revelación pedagógica puede indicar:
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119
"-Ve a comprar pan a la nueva panadería de la esquina" (la madre
a su hijito). La revelación política puede decir: "-Tengo derecho
a que se me pague mayor salario" (un obrero al empresario). En
estos tres niveles se da ya todo el misterio de la analogia fidei o verbi
con "dis-tinción meta-física". Queremos insistir en el hecho de que
esta palabra no es sólo la primera palabra sino la primera experiencia
humana en cuanto tal. En el útero materno se vive ya la alteralidad,
pero es en el momento mismo del nacimiento, en el instante del
parto (parir como a-parición), en el que se es cobijado y acogido en
el Otro y por el Otro, que ya se presenta como "hablante". La madre
dice: "-Hijito mío". El médico exclama: "-Es una niña". El recién
parido, el a-parecido en el mundo de los Otros (todavía él mismo sin
mundo), comienza a formar su mundo en la confianza filial y en la
ob-ediencia discipular en el Otro: el más-alto y por ello maestro del
mundo. Esta palabra no es ni el signo o el concepto de la ciencia46,
ni el simbolismo como dominio operatorio matemático, ni la palabra
del neopositivismo de Wittgenstein, ni el lenguaje preformativo de
Austin, ni el lenguaje de auto-implicación (self-involvement) de Evans,
ni el discurso ético de Ladrière (cuando dice que "el hombre es responsable
de sí mismo como ser egológico, y responsable ante sí mismo")
47. Derrida se acerca, pero tampoco da cuenta de la cuestión, cuando
quiere indicar una diversidad entre la "différence" y la "différance"
48.
"- Te amo", dice el muchacho a su novia. Es una palabra, mejor
aún, es una proposición: un juicio con sujeto y predicado pero que
"propone" algo a alguien: que se "pro-pone" a sí mismo. Es un juicio
imperativo, no en el sentido que ordene o mande algo, sino porque
incluye una como obligación, una exigencia, un imperio. "Lo Dicho":
por ahora inverificado (ya que el amor se mostrará efectivamente en
la diacronía del cumplimiento de la palabra meta-física), se apoya en
su pretensión (esta pretensión se hace imperativa) de verdadera. La
veracidad de "lo Dicho" queda asegurada y sólo con-fiada en el "Decir"
mismo, en el Otro que lo dice. Exige ser tenida como verdadera: se
obliga a tener fe, ya que el lógos o dabar proferido en la revelación
dice referencia radical a lo que es más-alto y más-allá que "lo Dicho"
y que mi propio horizonte ontológico de com-prensión como Totalidad:
su palabra es ana-lógica (el lógos como fysis o mundo) porque
su presencia (el "Decir" que exclama "lo Dicho": "-Te amo") remite
al que revela ("el que" dice amar), pero oculta su mismidad transontológica
(la mentira es siempre posible y su "Decir" puede ser
hipocresía)49.
Esta remitencia o referencia de la palabra reveladora al revelador
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deja al que escucha dicha palabra en la Totalidad en una situación
que es necesario describir, porque toca a la esencia misma del hombre,
de la historicidad, de la racionalidad. La palabra que irrumpe
desde el Otro en la Totalidad no es interpretable, porque puede interpretarse
algo en la medida en que guarda relación de fundamentación
con la com-prensión del ser mundano. Pero dicha palabra irrumpe
desde más allá del mundo (desde el mundo del Otro). Sin embargo,
es "comprensible inadecuadamente" -como hemos dicho más arriba-.
Comprensión por "semejanza" y confusa. A partir de la experiencia
pasada que tengo de la que en su Decir me dice el Otro uno
se forma una idea aproximada y todavía imprecisa, inverificada, de
lo que se revela. Se asiente, se tiene convicción o se comprende inadecuadamente
"lo Dicho" teniendo con-fianza, fe, en el Otro: "porque
él lo dice". Es el amor-de-justicia, transontológico, el que permite
aceptar como verdadera su palabra inverificada. Este acto de la racionalidad
histórica es el supremamente racional y la muestra de la
plenitud del espíritu humano: ser capaz de jugarse por una palabra
creída es, precisamente, un acto creador que camina por sobre el
horizonte del Todo y se avanza, sobre la palabra del Otro en la
nuevo50.
La palabra tenida por verdadera (für-Wahr-halten)51, con el asentimiento
del entendimiento en una confusa comprensión óntica inadecuada
a partir de la "semejanza" de lo ya acontecido en la Totalidad,
como declaración, proposición, pro-vocación del Otro (la muchacha
con respecto al "amor"; el hijo y la madre con respecto al dinero
y la panadería; el empresario con respecto a la reivindicación interpelante),
permite avanzar por la praxis liberadora, analéctica, por
el trabajo servicial (habodáh), en vista de alcanzar el pro-yecto fundamental
ontológico nuevo, futuro, que el Otro revela en su palabra
y que es incom-prensible todavía porque no se ha vivido la experiencia
de estar en dicho mundo (Totalidad nueva, nueva Patria,
orden legal futuro). Es decir, la revelación del Otro abre el pro-yecto
ontológico pasado, de la Patria vieja, de la dominación y alienación
del Otro como "lo otro", al pro-yecto liberador (estudiado en el § 25
y los §§ 30-31 de nuestra Ética). Ese pro-yecto liberador, ámbito
transontológico de la Totalidad dominadora, es lo más-alto, lo másallá
a lo que nos invita y pro-voca la palabra reveladora. Sólo con-fiados
en el Otro, apoyados firmemente sobre su palabra, la Totalidad
puede ser puesta en movimiento; caminando en la liberación del Otro
se alcanza la propia liberación. Sólo cuando por la praxis liberadora,
por el compromiso real y ético, erótico, pedagógico, político, se accede
a la nueva Totalidad en la justicia, sólo entonces se llega a una cierta
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Identidad analógica por su parte (communitas bonitatis) desde donde,
sólo ahora, la palabra antes comprendida confusamente, tanto cuanto
era necesario para poder comenzar la ad-ventura de la liberación en
el amor-de-justicia, alcanza la posibilidad de una adecuada interpretación.
Poseyendo Como propio el fundamento ontológico desde donde
el Otro, en la diacronía de la palabra reveladora, pronunció su palabra,
ahora, en el futuro del pasado pasado, en el presente, puede referirse
aquella palabra recordada al actual y vigente horizonte alcanzado
por la praxis liberadora ya partir del Otro revelante, pro-vocante.
Si el método analéctico era el saber situarse para que desde las condiciones
de posibilidad de la revelación pudiéramos acceder a una recta
interpretación de la palabra del Otro, todo lo dicho viene a mostrarnos
el método mismo.
En el pasaje diacrónico, desde el oír la palabra del Otro hasta la
adecuada interpretación (y la filosofía no es sino saber pensar reduplicativamente
esa palabra inyectándole nueva movilidad desde la
conciencia crítica del mismo filósofo), puede verse que el momento
ético es esencial al método mismo. Sólo por el Compromiso existencial,
por la praxis liberadora en el riesgo, por un hacer propio discipularmente
el mundo del Otro, puede accederse a la interpretación, Conceptualización
y verificación de su revelación. Cuando se habita, por
la ruptura ética del mundo antiguo, en el nuevo mundo puede ahora
interpretarse dia-lécticamente la nueva palabra revelada en el mundo
antiguo. Puede aún de-mostrarse, desde el pro-yecto ahora con-vivido,
el porqué reveló lo que reveló. Pero aquella palabra, de ayer, hoy
está muerta, y quedarse en ella por ella misma es nuevamente sepultar
la analéctica presente en la dia-léctica del pasado. En este caso filosofía
es sólo recuerdo (Er-innerung como dirá Hegel); por esto la
filosofía se eleva en el atardecer como el ave Fénix. Pero los que
describen la filosofía como des-o1vido o recuerdo, como mayéutica,
olvidan que primeramente la filosofía es oído a la voz histórica del
pobre, del pueblo; compromiso con esa palabra; desbloqueo o aniquilación
de la Totalidad antigua como única y eterna; riesgo en comenzar
a Decir lo nuevo y, así, anticipación de la época clásica, que es
cuando las cosas hayan ya sucedido y sea el tiempo de cosechar los
resultados, nunca finales, siempre relativos, de la historia de la liberación
humana.
El pasaje de oír la revelación a la verificación de la palabra; la
diacronía entre la Totalidad puesta en cuestión por la interpelación
hasta que la pro-vocación sea interpretada como mundo cotidiano,
es la historia misma del hombre. La revelación, primeramente antropológica,
es la presencia de la negatividad primera, lo ana-lógico;
121
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es 1o que el método analéctico posibilita (en el sentido que deja lugar
para ello; lugar que no existe en el método dia-léctico) y lo que
debe saber describir y practicar.
Si la filosofía fuera sólo teoría, com-prensión refleja del ser e interpretación
pensada del ente, la palabra del Otro sería indefectiblemente
reducida a "lo ya Dicho" e interpretada equívocamente desde
el fundamento vigente de la Totalidad, al que el sofista sirve (aunque
cree ser filósofo). Es equivocada su interpretación porque, al opinar
que "lo Dicho" es "lo Mismo" que él interpreta cotidianamente, ha
hecho "idéntico" (unívoco) lo de "semejante" que tiene la palabra
aná-loga del Otro. Es decir, ha negado lo de "dis-tinto" de dicha palabra;
ha matado al Otro; lo ha asesinado. Tomar la palabra del Otro
como unívoca de la propia es la maldad ética del sofista, pecado que
lo condena ya que es error capital de la inteligencia: culpabilidad
negada que permite a la Totalidad seguir considerándose como verdadera
y conquistando o matando a los "bárbaros" en nombre de la
filosofía del sofista. Considerar a la palabra del Otro como “semejante”
a las de mi mundo, conservando la “dis-tinción meta-física”
que se apoya en él como Otro, es respetar la ana-logía de la revelación;
es deber comprometerse en la humildad y mansedumbre en el
aprendizaje pedagógico del camino que la palabra del Otro como
maestro va trazando cada día. Así el auténtico filósofo, "hombre de
pueblo con su pueblo", pobre junto al pobre, Otro que la Totalidad
y primer pro-feta del futuro, futuro que es el Otro hoy a la intemperie,
va hacia el nuevo pro-yecto ontológico que le dará la llave
de interpretación pensada de la palabra previamente revelada como
hijo que aprende todavía. La filosofía en este caso, originariamente
ana-léctica, camina dia-lécticamente llevado por la palabra del Otro.
El filósofo, racionalidad actual refleja auténtica, sabe que el comienzo
es con-fianza, fe, en el magisterio y la veracidad del Otro: hoy es
confianza en la mujer, el niño, el obrero, el subdesarrollado, el alumno,
en una palabra, el pobre: él tiene el magisterio, la pro-vocación
ana-lógica; él tiene el tema a ser pensado: su palabra revelante debe
ser creída o no hay filosofía sino sofística dominadora.
La filosofía así entendida es no una erótica ni una política, aunque
tenga función liberadora para el éros y la política, pero es estricta y
propiamente una pedagógica: relación maestro-discípulo, en el método
de saber creer la palabra del Otro e interpretarla. El filósofo para
ser el futuro maestro debe comenzar por ser el discípulo actual del
futuro discípulo. De allí pende todo. Por ello esa pedagógica
analéctica (no sólo dialéctica de la Totalidad ontológica) es de la
liberación. La liberación es la condición del maestro para ser maes-
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tro. Si es un esclavo de la Totalidad cerrada nada puede interpretar
realmente. Lo que le permite liberarse de la Totalidad para ser sí
mismo es la palabra analéctica o magistral del discípulo (su hijo,
su pueblo, sus alumnos: el pobre). Esa palabra analógica le abre la
puerta de su liberación; le muestra cuál debe ser su compromiso por
la liberación práctica del Otro. El filósofo que se compromete en la
liberación concreta del Otro accede al mundo nuevo donde com-prende
el nuevo momento del ser y desde donde se libera como sofista
y nace como filósofo nuevo, ad-mirado de lo que ante sus ojos venturosamente
se despliega histórica y cotidianamente. El mito de la caverna
de Platón quiso decir ésto pero dijo justamente lo contrario. Lo
esencial no es el ver ni la luz: lo real es el amor de justicia y el Otro
como misterio, como maestro. Lo supremo no es la contemplación
sino el cara-a-cara de los que se aman desde el que ama primero.
Por su parte, la filosofía latinoamericana puede ahora nacer. Sólo
podrá nacer si el estatuto del hombre latinoamericano es descubierto
como exterioridad meta-física con respecto al hombre nordatlántico
(europeo, ruso y americano). América no es la materia de la forma
europea como conciencia52. Tampoco es de Latinoamérica el temple
radical de la expectativa, modo inauténtico de la temporalidad53.
La categoría de fecundidad en la Alteridad deja lugar meta-físico
para que la voz de América latina se oiga. América latina es el hijo
de la madre amerindia dominada y del padre hispánico dominador.
El hijo, el Otro, oprimido por la pedagogía dominadora de la Totalidad
europea, incluido en ella como el bárbaro, el bon sauvage, el
primitivo o subdesarrollado. El hijo no respetado como Otro sino
negado como ente conocido (cogitatum de los "Instituto para América
latina"). Lo que América latina es, lo vive el simple pueblo dominado
en su exterioridad del sistema imperante. Mal pueden los filósofos
decir lo que es América latina liberada o cuál sea el contenido
del pro-yecto liberador latinoamericano. Lo que el filósofo debe saber
es cómo des-truir los obstáculos que impiden la revelación del Otro,
del pueblo latinoamericano que es pobre, pero que no es materia
inerte ni telúrica posición de la fysis. La filosofía latinoamericana
es el pensar que sabe escuchar discipularmente la palabra analéctica,
analógica del oprimido, que sabe comprometerse en el movimiento
o en la movilización de la liberación, y, en el mismo caminar va
pensando la palabra reveladora que interpela a la justicia; es decir,
va accediendo a la interpretación precisa de su significado futuro.
La filosofía, el filósofo, devuelve al Otro su propia revelación como
renovada y re-creadora crítica interpelante. El pensar filosófico no
aquieta la historia expresándola pensativamente para que pueda ser
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archivada en los museos. El pensar filosófico, como pedagógica analéctica
de la liberación latinoamericana, es un grito, es un clamor,
es la exhortación del maestro que relanza sobre el discípulo la objeción
que recibiera antes; ahora como revelación reduplicadamente
pro-vocativa, creadora.
La filosofía latinoamericana, que tiende a la interpretación de la
voz latinoamericana, es un momento nuevo y analógico en la historia
de la filosofía humana. No es ni un nuevo momento particular del
Todo unívoco de la filosofía abstracta universal; ni es tampoco un
momento equívoco y autoexplicativo de sí misma. Desde su dis-tinción
única, cada filósofo y la filosofía latinoamericana, retorna lo "semejante"
de la filosofía que la historia de la filosofía le entrega; pero
al entrar en el círculo hermenéutico desde la nada dis-tinta de su
libertad el nivel de semejanza es analógico. La filosofía de un auténtico
filósofo, la filosofía de un pueblo como el latinoamericano, es
analógicamente semejante (y por ello es una etapa de la única historia
de la filosofía) y dis-tinta (y por ello es única, original e inimitable,
Otro que todo otro, porque piensa la voz única de un nuevo Otro: la
voz latinoamericana, palabra siempre reveladora y nunca oída ni interpretada).
Si se expone la historia de la filosofía se privilegia el momento
de "semejanza" que tiene toda filosofía auténtica. Si la “semejanza”
se la confunde con la identidad de la univocidad se expone
una historia a la manera hegeliana: cada filósofo o pueblo vale en
tanto “parte” de la única historia de la filosofía, y en ese caso "ser
un individuo no es nada desde el punto de vista histórico-mundial"54.
En este caso la filosofía latinoamericana no es nada, como tal, y deberá
simplemente continuar un proceso idéntico al comenzado por Europa.
Si, en cambio, se sobresalta lo de “dis-tinto” que cada filósofo o
pueblo tiene, puede llegarse a la equivocidad total y a la imposibilidad
de una historia de la filosofía, a lo que tienden las sugerencia
de Ricoeur en Historia y Verdad, y en especial de Jaspers: no hay
historia de la filosofía; hay biografías filosóficas. Ni la identidad
hegeliana ni la equivocidad jaspersiana, sino la analogía de una
historia cuya continuidad es por semejanza pero su discontinuidad
queda igualmente evidenciada por la libertad de cada filósofo (la
nada de donde parte discontinuamente la vida de cada uno) y de
cada pueblo (la distinción de la realidad de la opresión latinoamericana).
La filosofía latinoamericana es, entonces, un nuevo momento
de la historia de la filosofía humana, un momento analógico que
nace después de la modernidad europea, rusa y norteamericana, pero
antecediendo a la filosofía africana y asiática postmoderna, que constituirán
con nosotros el próximo futuro mundial: la filosofía de 1os
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pueblos pobres, la filosofía de la liberación humano-mundial (pero
no ya en el sentido hegeliano unívoco, sino en el de una humanidad
analógica, donde cada persona, cada pueblo o nación, cada cultura,
pueda expresar lo propio en la universalidad analógica, que no es
ni universalidad abstracta [totalitarismo de un particularismo abusivamente
universalizado], ni la universalidad concreta [consumación
unívoca de la dominación])55.
Esta simple posición Europa no lo acepta; no lo quiere aceptar;
es el fin de su pretendida universalidad. Europa está demasiado
creída de su universalismo; de la superioridad de su cultura. Europa,
y sus prolongaciones culturo-dominadoras (Estados Unidos y Rusia),
no sabe oír la voz del Otro (de América latina, del Mundo
árabe, del África negra, de la India, la China y el Sudeste asiático).
La voz de la filosofía latinoamericana como no es meramente tautológica
de la filosofía europea se presenta como “bárbara”, y al pensar
e1 "no-ser" todo lo que dice es falso. Como yo mismo expuse en una
universidad europea a comienzos de 1972, lo que pretendemos es, justamente,
una “filosofía bárbara” una filosofía que surja desde el
"no-ser" dominador. Pero, por ello, por encontrarnos más allá de la
totalidad europea, moderna y dominadora, es una filosofía del futuro,
es mundial, postmoderna y de liberación. Es la cuarta Edad de
la filosofía y la primera Edad antropo-lógica: hemos dejado atrás la
fisio-logía griega, la teo-logía medieval, la logo-logía moderna, pero
las asumimos en una realidad que las explica a todas ellas.
NOTAS
Cuando se remite a un capítulo o parágrafo se trata de nuestra obra Para una
ética de la liberación latinoamericana.
1 Jean Ladrière en su obra L 'articulation du sens. Discours scientifique et pa-
Tole de la foi nos dice "el discuso del saber (filosófico) tiene en vista la reduplicación
de lo real, el asumir lo real en el nivel de la palabra comprensora" (p.
187), como "un saber de la totalidad" (p. 184), y por ello se dirige a "la actividad
constituyente absolutamente originaria" (p. 186), que es "la vida universal como
génesis absoluta de todas las formas, de todos los fenómenos y de todas las significaciones"
(p. 185). Más allá de este pensar, que en su esencia es la ontología heideggeriana,
no habría sino "la palabra de la fe" (teológica) (pp. 186 ss.); "a la
palabra de la revelación responde la palabra de la fe" (p. 187). Para Ladrière,
como para la ontología de la Totalidad, toda fe es teológica y toda revelación lo
es igualmente. Queremos demostrar que la fe puede ser una posición antropológica
(en el cara-a-cara del varón-mujer, padres-hijos, hermano-hermano) y por
ello hay filosofía en la revelación y la fe antropológica, tertium quid entre la onto-
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logía dialéctica de la Totalidad y la teología de la fe sobrenatural. La descripción
de la revelación antropológica, dicho sea de paso, fundamentará una nueva
descripción de la revelación teológica e indicará el limite del pensar filosófico.
2 Sobre este más allá nos hemos referido ya en los § 13 (con respecto a Heidegger),
§ 16, 17-19-BB, y en especial en § 29 (texto citado en nota 254 del cap. V),
de nuestra Ética de la liberación.
3 Kant, KrV, A 92, B 125.
4 Y en este caso, como mera "posibilidad", es "la condición universal, aunque
puramente negativa (sic), de que no se contradigan a sí mismos" (KrV, A 150,
B 189).
5 Parte de la famosa lección universitaria 24, ya citada arriba, de la Einleitung
in die Philosophie der Mythologie (Werke, t. V, p. 745). Schelling tiene conciencia
que lo que es "puro pensar" no es sino pura "potencialidad (Potentialität)"
(Ibid., p. 744). Hegel definía al fin la realidad desde la posibilidad (Enzyklop.,
§ 383, Zusatz; t. X, p. 29).
6 Ibíd., p. 745.
7 Ibíd., pp. 745-756. Esto le permite decir a Schelling que "Dios es exterior
(ausser) a la Idea absoluta... (la que es) solo pura Idea, solo en el concepto, pero
no Ser actual" (Ibíd., p. 744). Dios, en este caso, no es una Idea (la Idea sería
el Ser como pensado; Schelling ha criticado magistralmente a Descartes y a su propia
postura de juventud, cuando en las lecciones Zur Geschichte der neueren Philosophie
dice: "En el Cogito ergo sum avanzó como inmediatamente idéntico, Descartes,
el pensar y el ser (Denken und Sein als unmittelbar identisch)", de donde
deducirá que "pertenece al concepto de la Esencia perfecta también el concepto
de existencia necesaria; por lo que Dios es solo pensar"; Werke, t. V, pp. 79-83);
si la Idea es el Ser, Dios no es sólo Ser sino que es "el Señor del Ser (der Herr
des Seins), no solo transmundano (transmundan) como si Dios fuera la causa final,
sino supramundano (supramundan)" (Einleitung in die Phil. der Mythol., p. 748).
Por ello la posición “contemplativa” lo que mejor puede es, acaso, conocer "solo
una Idea", pero de lo que se trata es de que "la persona busca la persona" (Ibíd.),
“algo fuera de la Idea, algo que es más (mehr) que la Idea, kreîtton toû 1ógou”
(Ibíd.). Esto es la "crisis de la ciencia de la razón (Krisis der Vernunftwissenschaft)"
superando en su intento al mismo Husserl.
8 Ibíd., p. 747.
9 Grundäitze der Philosophie der Zukunnft (1843), § I.
10 KrV, B 208.
11 Feuerbach, op. cit., § 32.
12 Thesen über Feuerbach, § 1; t. II, p. I.
13 Por ejemplo en Post-scriptum aux miettes philosophiques, p. 202, nota 2,
Kierkegaard es, de los nombrados, el más fiel al pensar del Schelling definitivo,
y el más metafísico de los tres. Resume bien la cuestión de la existencia cuando
dice que "todo saber sobre la realidad es solo posibilidad" (p. 21l).Todo Kierkegard
(y también su modernidad) queda expresado en la crítica a Descartes y Hegel:
“Si comprendo el yo del cogito como un hombre particular, la frase no prueba
nada: yo soy pensante, ergo yo soy; pero si yo soy pensante no es tampoco una
maravilla que sea, ya se lo ha dicho y, entonces, la primera parte de la propo-
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sición dice lo mismo que la segunda. Si en cambio se comprende por el yo que
reside en el cogito un solo hombre particular existente, el filósofo (hegeliano)
grita: Locura, locura, no es cuestión aquí de mi yo o de tu yo, sino del yo puro.
Ese yo puro no puede tener otra existencia que el de una existencia conceptual...
es una tautología” (pp. 211-212).
14 Ibíd., p. 71.
15 Ibíd., pp. 88 ss. Si la cuestión de la exterioridad del Otro teológico será e]
aporte kierkegaardiano, sus defectos serán la subjetividad moderna, su individualismo
europeo y el "saltar" por sobre la antropología.
16 Ibíd., p. 217.
17 Ibíd.
18 Ibíd., p. 218.
19 Ibíd., p. 242.
20 Ibíd., p. 380.
21 Ibíd., p. 139.
22 Ibíd., p. 386.
23 Philosophie der Offenbarung, III, Vorlesung 24; Werke. t. VI, p. 396.
24 Ibíd.
25 Ibíd., p. 398.
26 Ibíd.
27 Ibíd., p. 399.
28 Ibíd., p. 407. Schelling afirma entonces que más allá del lógos como razón
intuitiva o comprensora se encuentra el lógos como la palabra del Otro que revela.
La palabra como intuición o expresión es Totalitaria; la aceptación de una palabra
reveladora da lugar a un más allá del pensar, da lugar al Otro y por ello es
posible solo en la fe. Esta es la problemática de un Jaspers, en su obra Der philosophische
Glaube (cfr. M. Dufrenne-P. Ricoeur, Karl Jaspers, pp. 247 ss.; X. Tilliette,
Karl Jaspers, pp. 189 ss.). Dejando de lado otra cuestión grave Jaspers
mantiene la alteridad de la fe casi exclusivamente al nivel teológico, con respecto
a la Trascendencia (op. cit., pp. 29); y por ello la cuestión de la revelación se
sitúa exclusivamente al nivel religioso (pp. 65 ss.). La Alteridad queda así unilateral
e imprecisamente formulada, sobre todo con el término Umgreifende: "Glaube
ist das Leben aus dem Umgreifenden” (p. 20). Además habla de una "fe filosófica"
(en oposición a la teológica revelada positivamente), pero se trata de una
"fe antropológica" en primer lugar, cuestión que, como hemos dicho, el mismo
Schelling y Kierkegaard no conceptualizaron adecuadamente.
29 Totalité et infini, pp. 161 ss.
30 Véase el artículo de Lévinas: "Le Dit et le Dire".
31 Proudhon, Philasophie de la miserè, p. 45.
32 Por no citar sino solo tres obras, téngase en cuenta la de L. Bruno Puntel,
Antologie und Geschichtlichkeit (1969), I, con bibliografía en pp. 558-69, y de
HenryChavannes, L'analogie entre Dieu et le monde (1969), con bibliografía en
pp. 313-318 y B. Montagnes, La doctrina de l'analogie de l'étre (1963), pp. 185-197.
La palabra analéctica la usa B. Lakrebrink, en su obra Hegels dialektische Ontologie
und die Thomistisch Analektik (1955), aunque en otro sentido del que
la usamos nosotros.
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128
33 Cfr. Thorleif Boman, Das hebraische Denken im Vergleich mit dem griechischen,
en especial la cuestión de "La palabra" (pp. 45 ss.; 161 ss.). Boman nos
propone un siguiente cuadro, que hemos corregido en parte, y que nos permiten
comprender la doble significación de la "palabra" (etimológicamente):
34 Recuérdese el esquema indicado al fin del § 13 del cap. I (tomo I de la
Ética).
35 I Topicos 15; 107 b 13-16. El synónymon es lo que llamamos unívoco (un
término para un ente o noción); el parónimos es en castellano el equívoco (término
derivado idéntico para dos entes o nociones diversas).
36 Metaf. Gama, 2; 1003 a 33.
37 Ibíd., a 33- b 6. Más adelante agrega todavía que "una sola ciencia es la
que teoretiza de una manera (metódicamente), si se refiere a una naturaleza (pròs
mían fysin)" (Ibíd., b 13-14).
38 La obra de Bruno Puntel, Analogie und Geschichtlichkeit, puede ser consultada
sobre esta cuestión. Estudia la analogía en Kant (pp. 303 ss.), en Hegel
(pp. 365 ss.) y en Heidegger (pp. 455 ss.).
39 Clr. el § 7, del cap. II, del tomo I de nuestra Ética.
40 Véase la diferencia vertical de áno-katá y horizontal de aná-aná indicada
por Erick Pryzwara, Mensch. Typologische Anthropologie I, pp. 73 ss.
41 E. Pryzwara tiene una feliz descripción de este hecho: "Agustín debió denominar
aná- como lo que anuncia a lo áno (con omega): el Misterio más próximo
del creador como la revelación de la Tiniebla que enceguese por su resplandor"
(Analogia entis, I, p. 171). Es el sentido que da Max Müller a la noción de
símbolo ("Symbolon-Zusammenfall, Ineinsfall des Endlichen mit dem es unendlich
Uebersteigenden und doch in das Endliche Eingehenden") (Existenzphilosophie im
geistigen Leben der Gegenwart. p. 230).
42 Esta cuestión la indicaba ya Schelling con su Philosophie der Offenbarung.
43 Emmanuel Lévinas indica exactamente la cuestión cuando escribe: "La sig-
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nificación del Decir va más allá de lo dicho: no es una ontología que suscita el
sujeto parlante, es la significancia (significance) del Decir más allá de la esencia
que justifica la exposición del ser o la ontología" (art. cit. "Le Dit et le Dire",
p. 30). La univocidad fundamental la expresa así: "El lenguaje como Dicho puede
entonces concebirse como un sistema de palabras identificando las entidades"
(p. 34). La cuestión ana-lógica de la Alteridad, anterior a la mera "diferencia
ontológica" es indicada cuando dice: "De la anfibiología del ser y el ente en lo
Dicho será necesario remontarse hasta el Decir, significante antes que la esencia,
antes que la identificación... Nada hay más grave, nada más augusto que la responsabilidad
por el Otro y el Decir" (p. 39). "El Parlante (le Disant) en el Decir
no da un signo, se hace signo. Él es-para-el-Otro" (p. 42,). "El Decir es la exposición
de uno al Otro... Es el descubrirse en el riesgo de sí mismo, en la sinceridad,
en la ruptura de la interioridad y en el abandono de toda seguridad, en la
exposición al traumatismo, en la vulnerabilidad" (p. 44); es "exhibición, inseparable
de la violencia del que se desnuda, exposición de esta exposición, signo
que hace signo del signo, haciéndose sí mismo signo: revelándose" (p. 45).
44 La palabra, o mejor el rostro mismo como signo, se "presenta" como un
ente en el mundo de la Totalidad, pero esa presencia es solo un velo que aparece
como velo y avanza lo que cubre como ausente: sugiere, llama, invita, acoge.
45 "Semejante" traduce el hómoios griego. Recuérdese que la analogía se juega
entre dos términos: ambos tienen algo de semejante (pero no idéntico: non communitate
univocationis sed analogiae) y algo en lo que son distintos (no meramente
diferente). En esto Cayetano dice correctamente que "el fundamento de
la similitud de la analogía (fundamentum analogae similitudinis) es necesario
que no haga abstración en los extremos (de la diversidad) de los extremos mismos;
por su parte los fundamentos permanecen distintos (fundamenta distincta),
semejante sin embargo por proporción, por lo que se dice que son analógicamente
idénticos (eadem)" (De nominum analogia III, 33; p. 57). La noción analógica
("ser" p. e.) tiene un ámbito de semejanza, donde los modos originario
del ser coinciden; pero al mismo tiempo tienen cada uno un ámbito irreductible
o dis-tinto que quedó confusamente englobado, no precisamente, en la noción
analógica como semejante. La mera semejanza puede llevar a confusión si no se
indica la distinción. Llamamos con Heidegger "comprensión derivada" (y agregamos
lo de "inadecuada") aquella que capta el ente confusamente e incluyendo
sus distinciones originarias: al confundir sus distinciones es "inadecuada". Llamamos
"interpretar" al acto mismo de conceptuar o descubrir un sentido (...como
esto); acto que solo puede cumplirse accediendo de alguna manera al fundamento
dist-tinto del Otro; haciendo que los fundamenta distincta hayan devenido, al
menos en un cierto nivel, fundamentum univocae similitudinis, es decir, la Totalidad
compartida (porque se puede "interpretar" algo desde un mismo fundamento,
super communcationem beatitudinis [II-II, q. 24, a. 2, resp.]).
46 Cfr. Ladriere, L 'articulation du sens. Vamos nombrando los títulos de los
más importantes temas de este valioso libro.
47 Ibíd., p. 158. En la revelación del Otro el hombre es responsable del Otro
ante el Otro. En el artículo de Paul Ricoeur, Langage (philosophie), en Encyclo-
129
130
paedia Universalis, t. IX (1971) pp. 771 ss., tampoco aborda la cuestión que
aquí nos ocupa.
48 "Une voix sans différance est a la fois absolument vive et absolument morte"
(La voix et le phénomène, p. 115). Derrida nos da, de todas maneras, una preciosa
ayuda con sus análisis sobre la palabra dicha y la escrita (cfr., p. e., De
la grammatologie, pp. 21 55.): la voz y la escritura. La "revelación" de la que
venimos hablando es imposible que se de como escrita. Se puede escribir “lo
Dicho", pero el "Decir" mismo se vive en el cara-a-cara o no se vive. La palabra
ana-lógica meta-física exige el rostro del Otro hablando en acto (o por lo menos
su recuerdo como Otro "diciendo" y no el mero recuerdo de “lo que” me dijo,
y solo en este caso "lo escrito" se refiere al "Decir" mismo donde se juega la esencia
de la palabra, que es primigeniamente revelación).
49 De igual manera la madre con-fía en que el hijo comprará pan y no una
revista; el hijo confía que el dinero es suficiente y la panadería nueva se encuentra
en la esquina. Así también el empresario escucha la interpelación: como revelación
(y le dará crédito), como usurpación de lo propio (e interpretándola
como tentación la rechazará como algo malo, calculando tácticamente los pasos
a dar para acallarla).
50 Anticipándose por siglos a la crítica del cogito cartesiano, del Saber absoluto
hegeliano y del cientificismo del neopositivismo, un medieval decía que "el
que intuye (inmediatamente los principios) tiene un cierto asentimiento (assensum),
porque adhiere con certeza (certissime) a lo inteligido, pero no por mediación
del pensamiento (cogitationem), ya que sin mediación queda determinado
por el fundamento. El que sabe (sciens) ejerce el pensar y tiene asentimiento,
pues el pensar causa el asentimiento y el asentimiento concluye el pensar... Pero
en la fe no hay asentimiento por mediación del pensamiento sino por mediación
de la voluntad (ex voluntate)" (Tomas, De Veritate, q. 14, a. I, C) Patet). ¿Por
qué? "Porque en la fe el entendimiento no alcanza el fundamento (ad unum)
como término propio al que se dirige, que es la visión de algo inteligible (visto...)"
(Ibíd.), y, por ello, debe apoyarse en un "término ajeno": en la voluntad, el amor,
la praxis como trabajo liberador; se apoya en el Otro. Sin embargo, la fe puede
tener una “certeza (certitudo)” mayor, a saber, "por la firmeza de la adhesión,
y en cuanto a esto la fe tiene más certeza (certior) que la intuición y la ciencia...
aunque no tiene tanta evidencia (evidentiam) como la ciencia y la intuición" (Ibíd.,
ad 7). Ese asentimiento "de lo ausente" (non apparens) (el Otro como misterio,
lo aná de la palabra analógica) determina al entendimiento por medio de la voluntad
y transforma el "asentimiento" en "convicción" ("dicitur convictio, quia
convincit intellectum modo praedicto"; Ibíd., a. 2, A) 2) Voluntas). Por ello se
decía en el medioevo que el "amor es el que constituye la con-fianza" (fidei forma
sit caritas; Ibíd., a. 5).
51 La "fe racional" (vernünftige Glaube) de Kant no es la "fe meta-física" o
antropológica que hemos propuesto aquí, ya que es una convicción subjetiva con
validez objetiva (Cfr. GMS, BA 70; y nuestra Para una de-strucción de la historia
de la ética, § 15): Kant tiene fe de lo que Heidcgger tiene com-prensión del
ser. Kant cree lo que es com-prendido. La fe metafísica o antropológica de la que
hablamos es una convicción ontológica con validez meta-física. No sólo es nece-
130
131
sario superar el saber para que se dé el com-prender; es necesario aún superar
el com-prender mismo para que pueda revelarse el Otro como otro en la fe metafísica:
en la con-fianza.
52 América es el ser en bruto, la materia; Europa es el espíritu que descubre, la
forma (Cfr. Alberto Caturelli, América bifronte), que se toca al fin con la tesis
europeista (Cfr. Juan Sepich, Génesis y fundamento de Europa, en Europa, continente
espiritual, Instituto de Filosofía, Mendoza, 1947).
53 El análisis o hermenéutica existencial ontológico de Ernesto Mays Vallenilla,
El problema de América, no podía llegar sino a un callejón sin salida. Mal
puede definirse un pueblo a mitad alienado y a mitad encubierto en lo mejor de
sí: el pueblo indio, mestizo y pobre.
54 S. Kierkegaard, Postscriptum, ed. fran., p. 98.
55 Llamamos "universalidad analógica" el “todo” de la humanidad futura unificada
en la diversidad de sus partes integrantes, donde cada una, sin perder su
personalidad cultural puede sin embargo participar de una comunicación sin fronteras
de cerrados nacionalismos. No es la univocidad de una humanidad dominada
por un solo Imperio, sino una sola Patria universal en la libertad solidaria
de las partes. Por ello, no hay filosofía universal (abstracta, unívoca ni aún concreta).
No hay "filosofía sin más". Hay filosofías, la de cada filósofo auténtico, la
de cada pueblo que haya llegado al pensar reflexivo, pero no incomunicables sino
Comunicadas analécticamente: la palabra de cada filosofía es una -lógica.
lunes, 16 de septiembre de 2013
Reflexión política y pasión humana en el realismo de Maquiavelo. Rafael Braun *
Son muchos los autores que piensan que la ciencia política contemporánea
se halla en un estado de crisis. Los síntomas de la misma son varios, pero
entre ellos se destaca la falta de unanimidad que existe entre los científicos
respecto del método más apropiado para aprehender toda la riqueza contenida
en la realidad política. La polémica entablada entre las diversas posiciones
da la impresión, de a ratos, de haber conducido el problema a una impasse, y uno
termina por preguntarse si aún es posible decir algo verdadero acerca de la política
que pueda ser compartido en cuanto tal por el que habla y por el que escucha,
por quien escribe y por quien lee.
Cuando se llega a esta situación lo mejor es dar un paso atrás y retomar el
problema desde otra perspectiva. Sobre política se viene escribiendo inteligentemente
desde hace más de dos mil años, y recurrir a esta amplia tradición puede
ser fecundo en las actuales circunstancias. En la historia del pensamiento político
hay un autor que tiene el mérito de concitar permanentemente la atención tanto
del filósofo como del científico y del político, porque ha hablado en una forma
que nadie ha podido igualar desde entonces. Me refiero, claro está, a Maquiavelo.
Sus opiniones merecen los juicios más encontrados y despiertan sentimientos
contradictorios, pero quien quiera hablar hoy de política no puede ignorarlo.
Mi propósito en este trabajo es analizar el alcance del “realismo” maquiavélico
y los presupuestos antropológicos que sirven de fundamento a sus célebres máximas.
79
* Doctor en Filosofía (Lovaina), Licenciado en Teología (UCA), Profesor de Teoría Moral en la Facultad de Teología
de la Universidad Católica Argentina.
Fortuna y virtud en la república democrática
No es mi intención desarrollar el tema desde la perspectiva de una historia de las
ideas, sino rescatar aquellos elementos del pensamiento de Maquiavelo que, por su
universalidad, nos permiten entablar con él un diálogo de rigurosa actualidad.
El realismo de Maquiavelo
La interpretación correcta de un autor exige el conocimiento del propósito
que lo guía al escribir. Por ello creo útil partir del célebre pasaje del capítulo XV
de El Príncipe, donde se encuentra claramente explicitada la intención que anima
a Maquiavelo:
“Conviene ahora ver cómo debe conducirse un príncipe con sus súbditos o
con sus amigos. (...) Siendo mi intención escribir cosas útiles para quien las
comprenda, me ha parecido más conveniente ir directamente a la verdad
efectiva (veritá effetuale) de las cosas que a la imaginación de las mismas.
Muchos han imaginado repúblicas y principados que jamás fueron vistos ni
conocidos como verdaderos porque hay tanta distancia de la manera en que
se vive a la forma en que se debiera vivir, que aquel que deja aquello que se
hace por aquello que debería hacerse prepara más bien su ruina que su preservación.
Porque un hombre que se empeña en ser siempre bueno no puede
evitar su perdición entre tantos que no lo son. De allí que sea necesario al
príncipe que quiera sostenerse aprender a poder dejar de ser bueno, para serlo
o no serlo según la necesidad lo requiera” (El Príncipe: cap. 15).
Este texto está estructurado en torno a dos oposiciones. La primera contrapone
la percepción de la verdad efectiva de las cosas a lo que sólo existe en la imaginación,
con el objeto de afirmar la preeminencia de lo que existe en la realidad.
De la consideración de esta realidad surge la segunda oposición entre lo que los
hombres hacen y lo que deberían hacer, distinción situada en el plano del comportamiento
o del obrar humano. Cuando uno imagina repúblicas o principados la tentación
es frecuente por construir el edificio político sobre la base de que los hombres
son buenos y razonables, sin advertir que esta generalización también es producto
de la imaginación. Lo que se constata en la realidad, en cambio, es la oposición
y lucha entre el hombre de bien y el que no lo es, y un divorcio entre lo que
los hombres hacen y dicen que hay que hacer. Cabe entonces distinguir no sólo entre
cómo son y cómo deberían ser las repúblicas y principados, sino también entre
cómo son los hombres y cómo deberían ser desde el punto de vista ético.
Estas distinciones de Maquiavelo están encuadradas en un contexto prescriptivo,
ya que la opción en favor del realismo gnoseológico está en función de un
realismo de la conducta a su vez puesto al servicio de un fin político. Se trata de
prescribir al príncipe –y, por extensión, a todo hombre político- cómo debe actuar
si quiere preservar o acrecentar su poder, y no de establecer una perfecta censura
lógica entre el ser y el deber ser en busca de una perfecta objetividad.
80
Esta diferencia de perspectiva se ve con más claridad si se compara la posición
de Maquiavelo con la de Aristóteles. Refiriéndose al criterio que permite definir
quiénes son ciudadanos en una comunidad política, éste introduce la distinción
entre ser y deber ser, pero en un contexto descriptivo1. Lo que Aristóteles señala
es que el “deber ser” postulado por el observador no altera la sustancia de la
realidad, y por ello puede afirmarse que la distinción que establece se sitúa exclusivamente
en el plano gnoseológico. Maquiavelo quiere operar sobre la realidad,
para lo cual debe conocerla. Aristóteles quiere, en cambio, describir la realidad.
Aunque las distinciones sean similares responden a preocupaciones diferentes.
Sería un error no tener siempre presente, en Maquiavelo, la intención pragmática
que guía sus reflexiones.
Desechada la vía de la imaginación y descartado el recurso entonces habitual
de proponer al príncipe un amplio catálogo de virtudes morales, Maquiavelo se
propone investigar la verdad efectiva de las cosas políticas consultando los datos
que le proporcionan dos fuentes: la propia experiencia y la lectura correcta de la
historia. En la dedicatoria de El Príncipe afirma: “... nada he encontrado que ame
y estime tanto como el conocimiento de las acciones de los grandes hombres, que
he aprendido por una larga experiencia de las cosas modernas y una continua lectura
de las antiguas: sobre lo cual he pensado y reflexionado largamente y con
gran cuidado...”, idea retomada casi en los mismos términos en la dedicatoria de
los Discursos2.
La participación de Maquiavelo en los asuntos públicos de Florencia comienza
el 19 de junio de 1498 cuando es electo secretario de la segunda Cancillería. Durante
los catorce años en que permaneció en la función pública tuvo ocasión, como
diplomático, de entrar en contacto y ver actuar de cerca a importantes personajes de
su tiempo. En tres ocasiones -en 1500, 1504 y 1510- es enviado a Francia a la corte
de Luis XII. En 1502-3 sigue de cerca las maquinaciones y campañas de César
B o rgia. Está en Roma cuando es electo Papa Julio II en 1503, ciudad a la que retorna
en 1506. En 1508 es enviado a la corte del emperador Maximiliano, donde efectúa
una estadía de cinco meses. Desde 1505 hasta su deposición el 7 de noviembre
de 1512 juega un papel importante en la creación, organización y dirección de la
milicia florentina. Su experiencia política se completa en 1513 cuando es detenido
y torturado por presunta complicidad en un complot contra los Médici.
Los informes diplomáticos enviados a la Señoría y las cartas dirigidas a sus
amigos durante este período contienen en germen muchas de las observaciones y
reflexiones que Maquiavelo sistematizará más tarde en sus obras. Lo que importa
poner de relieve es que la reflexión política de Maquiavelo nace del contacto con la
realidad, una realidad de la cual no sólo es testigo sino en la cual también es actor.
En el prefacio al Libro II de los Discursos, Maquiavelo compara el conocimiento
que tenemos del pasado y del presente. Dice al respecto que “nunca se conoce
toda la verdad sobre el pasado”, porque se silencian algunos hechos y se am-
81
Rafael Braun
Fortuna y virtud en la república democrática
plifican otros, y porque “... los hombres odian por miedo o por envidia, dos motivaciones
que mueren con los hechos del pasado, los cuales no pueden inspirar
ni lo uno ni lo otro. Pero no sucede así con los acontecimientos en que somos actores,
que ocurren bajo nuestros ojos: el conocimiento que de ellos tenemos es
completo...”. La contemporaneidad nos permite observar todos los hechos, pero
además, al hacer posible nuestra participación en los mismos, permite que se despierten
en nosotros las mismas pasiones que animan al resto de los hombres. Para
Maquiavelo el despertar de las pasiones es un elemento que coadyuva a un conocimiento
más completo de la realidad, porque sólo así se está en medida de
comprender el significado de las acciones políticas protagonizadas por hombres
apasionados. Ser actor político no sólo ofrece un puesto de observación privilegiado
a quien quiere conocer los secretos de la política sino que transforma al
hombre privado en un “animal político”, cuya experiencia vital podrá luego ser
tematizada por la reflexión. El “realismo” de Maquiavelo no consiste en adoptar
una posición desinteresada o “científica” ante la realidad; consiste en vivir dicha
realidad y reflexionar sobre esa experiencia.
La segunda fuente a partir de la cual puede conocerse la “verdad efectiva” de
las cosas es la historia. Maquiavelo alega que los hombres de su tiempo no se inspiran
en los ejemplos del pasado porque carecen de un verdadero conocimiento de
la historia. La mayoría de los que la leen se detienen únicamente en el placer que
les causa la variedad de acontecimientos que presenta, sin advertir que un estudio
más profundo permite captar la existencia de un orden permanente en el universo.
La conclusión principal que se desprende para Maquiavelo de la lectura de la
historia es que “... quienquiera compare el presente al pasado ve que todas las ciudades,
todos los pueblos siempre han estado y están aún animados de los mismos
deseos y los mismos humores...” (Discursos: Libro I, cap. 39). Si el conocimiento
de los hechos del pasado nos revelara solamente una serie de acontecimientos
inconexos y heterogéneos, el saber histórico sería de poca utilidad para el hombre
del presente. La intención pragmática que anima a Maquiavelo lo impulsa a
descubrir las similitudes en las situaciones más diversas, y cree encontrar en las
características básicas de la condición humana el elemento estable y permanente
que confiere inteligibilidad a los procesos históricos.
De esta conclusión se desprenden dos consecuencias de peso. La primera es
que las acciones de los grandes hombres pueden ser imitadas no obstante la diversidad
de las circunstancias. Sus figuras se constituyen así en prototipos que
ilustran las diferentes posibilidades abiertas al hombre, y por eso son dignas de
estudio. Sus éxitos y sus fracasos son “lecciones” ofrecidas a quien está dispuesto
a desentrañar el significado no anecdótico de los acontecimientos.
La segunda consecuencia es que “... es fácil, para quien examina con diligencia
las cosas del pasado, prever lo que ocurrirá en una república, y entonces usar
los medios empleados por los antiguos o (...) imaginar nuevos según la similitud
82
de los acontecimientos...”, estudios rara vez emprendidos y siempre ignorados por
los que gobiernan, por lo cual siempre vuelven los mismos males (Maquiavelo,
D i s c u r s o s: Libro I, cap. 39). “... Los hombres prudentes suelen decir con razón,
que para prever el futuro hay que consultar el pasado, pues los acontecimientos del
presente encuentran siempre en ese pasado su correspondencia. Realizados por
hombres que están y que siempre han estado animados de las mismas pasiones, deben
éstas necesariamente producir los mismos efectos...” (Maquiavelo, D i s c u r s o s:
Libro III, cap. 43). El conocimiento de la historia, obtenido a través de una lectura
efectuada a la luz de la conclusión empírica de la inmutabilidad de la naturaleza
humana, coloca al estudioso en inmejorable posición para operar con éxito sobre
la realidad. Maquiavelo se muestra aquí también más interesado en obtener conocimientos
“útiles” para actuar en política que en alcanzar un conocimiento exhaustivo
de los hechos que quizás pudiera obtenerse asumiendo la actitud desinteresada
del científico profesional. En lenguaje contemporáneo diría que sólo le interesan
las variables relevantes directamente manipulables por el político.
La antropología de Maquiavelo
Un estudio de las obras de Maquiavelo revela que estas variables relevantes
son para él los deseos y pasiones permanentes de los hombres. La importancia que
les acuerda en su análisis induce, incluso, a algunos a reducir su “realismo” a una
pura psicología política (Mesnard, 1951: p. 83)3. Pienso, sin embargo, que Maquiavelo
no se detiene en una mera descripción del comportamiento efectivo de
los hombres sino que formula una teoría del hombre que pretende dar cuenta, en
el plano filosófico, de los fenómenos observados. Esta teoría, como se sabe, da una
visión pesimista de la condición humana que se manifiesta, a mi juicio, en dos planos,
vinculados entre sí en el análisis de Maquiavelo, pero que cabe distinguir a
fin de poder valorar separadamente proposiciones no dependientes entre sí.
El primer tipo de pesimismo, de carácter ontológico, se funda en el hecho de
que “... los deseos de los hombres son insaciables; porque la naturaleza le da poder
y querer desear todo, pero la fortuna le da el poder conseguir poco. De allí resulta
en él un descontento habitual y el disgusto por lo que posee; es lo que hace
acusar al presente, alabar al pasado, desear el futuro, y todo ello sin ningún motivo
razonable...” (Maquiavelo, Discursos: Libro II, prefacio).
El hombre es concebido como un sujeto de deseos y pasiones y no como un
ser razonable dispuesto a reconocer y a aceptar los límites de su propia finitud.
Es un perpetuo insatisfecho porque hay una desproporción esencial entre sus aspiraciones
y las posibilidades de satisfacerlas.
Partiendo del principio de que “... todos los hombres (...) nacen, viven y mueren
siempre según un mismo orden...” (Maquiavelo, Discursos: Libro I, cap. 11),
descubre en la insaciabilidad del deseo el fundamento de la ambición, y en ésta
83
Rafael Braun
Fortuna y virtud en la república democrática
la causa inextinguible de la lucha entre los hombres. “... Todas las veces que los
hombres están privados de combatir por necesidad, combaten por ambición. Esta
pasión es tan poderosa que no los abandona jamás, cualquiera que sea el rango
que ocupan...” (Maquiavelo, Discursos: Libro I, cap. 37).
Esta concepción del hombre contrasta radicalmente con el ideal del hombre
virtuoso propuesto por Aristóteles, porque para Maquiavelo “... no es dado a nuestra
naturaleza poder situarse exactamente en una vía media...” (D i s c u r s o s: Libro
III, cap. 21). En esta afirmación subyace la idea de que la grandeza del hombre no
consiste en equilibrar entre sí a las pasiones opuestas, hasta anularlas, por medio
de la razón, sino en seguir hasta el extremo la lógica propia de las pasiones.
Esta lógica es la que nos hace comprender por qué el dinamismo de la ambición
humana no encuentra nunca reposo, sean cuales fueren las circunstancias políticas
y económicas en que se hallen los hombres. El motor de la lucha y el conflicto
anida en el corazón del hombre, no en las contradicciones de la sociedad, y
como él permanece idéntico a sí mismo a través de la historia, la creencia en el
progreso de la humanidad es más un producto de la imaginación que el fruto de
la consideración de la “verdad efectiva” de las cosas. La filosofía cíclica de la historia
que retoma de Polibio es la expresión coherente de esta visión del hombre.
La primera forma de pesimismo, pues, está referida a rasgos constitutivos, estructurales,
de los hombres. Estos no gobiernan su vida con la razón, sino por las
pasiones, las cuales se alimentan de deseos insaciables generadores de conflictos
y por lo tanto de un permanente desasosiego4.
El segundo plano en que se manifiesta el pesimismo de Maquiavelo es el de la
ética. La creencia de que “... los hombres están más inclinados al mal que al bien...”
(D i s c u r s o s: Libro I, cap. 9) atraviesa toda su obra y colorea sus máximas más famosas,
provocando la reacción airada de los “humanistas” de todos los tiempos.
Maquiavelo no sólo no se hace ilusiones respecto a la disposición habitual de
los hombres a obrar bien, es decir a que prevalezcan las buenas pasiones sobre las
malas, sino que piensa que “... los hombres no hacen el bien más que forzados;
pues apenas tienen la posibilidad y la libertad de cometer el mal impunemente,
no dejan de provocar en todas partes el tumulto y el desorden...” (Discursos: Libro
I, cap. 3). Liberado a su espontaneidad el hombre tiende a cometer el mal, y
al respecto cabe recordar que para Maquiavelo si los hombres se unen entre sí para
formar una comunidad política lo hacen impulsados por la necesidad de defenderse
de la agresión ajena. Es asimismo significativo que en la explicación que
da del origen de las diferentes formas de gobierno, atribuya a la existencia del gobierno
el conocimiento de lo bueno y lo malo, y de la justicia (Maquiavelo, Dis -
cursos: Libro I, cap. 2)5. Es decir que el estado de sociedad política, lejos de corromper
la bondad natural del hombre, está destinado a contener la inclinación
natural del hombre a dañar a su semejante.
84
El pesimismo ético de Maquiavelo va a encontrar su fórmula más tajante en
este célebre pasaje de los Discursos: “... Como demuestran todos aquellos que se
han ocupado de política (y la historia está llena de ejemplos que lo apoyan) es necesario
que quien quiera fundar una república y darle leyes, presuponga de antemano
malos a los hombres y siempre listos a mostrar su maldad cada vez que se
les presenta una ocasión. Si esta inclinación permanece oculta por un tiempo, hay
que atribuirlo a alguna razón que uno no conoce, y creer que no ha tenido ocasión
de manifestarse; pero el tiempo que, como se dice, es el padre de toda verdad,
la pone luego en evidencia...” (Maquiavelo, Discursos: Libro I, cap. 3).
La inclinación hacia el mal que Maquiavelo descubre en el hombre es una
tendencia profunda y permanente comparable a la concupiscencia desordenada
que la doctrina cristiana atribuye al pecado original. Pero mientras el cristianismo
proclama como núcleo de su mensaje la redención del hombre por obra de
Cristo y la posibilidad de vencer el mal con la ayuda divina, Maquiavelo, situado
en el plano político y no en el religioso, piensa que esta inclinación al mal no puede
ser erradicada y que sólo puede, y debe, ser contrarrestada por la autoridad pública
no dándole ocasión para que se manifieste.
La intención pragmática asoma aquí nuevamente al prescribir Maquiavelo una
conducta a quien quiera dedicarse a la política. No se puede entrar al ruedo suponiendo
ingenuamente que los hombres son razonables y buenos. El único modo de cubrirse
de sorpresas desagradables es partir del supuesto contrario. Con esta suposición no
se descarta que puedan existir hombres que viven según la razón procurando obrar el
bien, pero sí se descarta que puedan servir de paradigma del ciudadano en la construcción
de un orden político, porque son la excepción y no la regla. El conocimiento
de la verdadera naturaleza del hombre, lejos de ser un pasatiempo de filósofos, se
transforma así en el requisito indispensable para obrar con éxito en el campo político.
El pesimismo antropológico de Maquiavelo no se complace en una descripción de
las debilidades humanas ante las cuales el hombre se muestra impotente; es un pesimismo
pragmático que permite discernir con claridad la fantasía de la realidad a fin
de que el hombre de acción, liberado de falsos escrúpulos e ilusiones, pueda afrontar
en condiciones ventajosas la lucha por el dominio de esa realidad.
El breviario del hombre público
Una vez liberado de las ilusiones sostenidas con respecto a los demás hombres,
Maquiavelo se dispone a liberar al político de los escrúpulos de conciencia
originados en principios éticos. Para ello va a profundizar una distinción ya insinuada
por Aristóteles cuando afirma que no es lo mismo ser un buen hombre que
un buen ciudadano (1951: Libro III, cap. 4).
El político es un hombre que vive en función de la búsqueda y el mantenimiento
del mando público. Desarrolla su actividad en una esfera que, según Ma-
85
Rafael Braun
Fortuna y virtud en la república democrática
quiavelo, tiene sus propias reglas y por ello mismo sus propios principios éticos.
Existe una moral propia al hombre privado y otra que corresponde al hombre público.
Todo intento de desconocer esta distinción fundamental de planos conduce
irremediablemente a la irresolución o al moralismo, dos “soluciones” que no hacen
más que agravar los males que se pretenden evitar, porque representan compromisos
bastardos entre principios imposibles de conciliar en la práctica6.
Afirmada la autonomía de la acción política, Maquiavelo establece ciertos
principios generales destinados a servir de guía a los hombres que se aventuran
en la esfera de lo público.
“... En todas las acciones de los hombres (...) se encuentra siempre junto al
bien algún mal tan íntimamente ligado con él que es imposible evitar lo uno si se
quiere lo otro...” (Maquiavelo, Discursos: Libro III, cap. 37). Este principio equivale
a afirmar que en política no hay acciones puras, absolutamente buenas o absolutamente
malas; que el mal y el bien se mezclan como el trigo y la cizaña de
la parábola, y que toda aproximación maniquea debe ser desechada en este ámbito
por no respetar la ambigüedad intrínseca que lo caracteriza.
Una consecuencia del principio anterior es la relación especial que liga a los
medios empleados por un actor político con el fin que persigue. Maquiavelo se
muestra aquí enteramente franco al aceptar sin reservas que el fin justifica a los
medios. “... Un espíritu sabio nunca condenará a alguien por haber usado un medio
fuera de las reglas ordinarias para reformar una monarquía o fundar una república.
Lo que es de desear es que si el hecho lo acusa, el resultado lo excuse; si
el resultado es bueno es absuelto. (...) No es la violencia que restaura, sino la violencia
que arruina la que hay que condenar...” (Maquiavelo, Discursos: Libro I,
cap. 9). Lo que esta formulación expresa es que una acción política no puede ser
juzgada abstractamente cotejándola con un principio de validez universal, porque
no se aprehendería de este modo el significado que posee. La calificación moral
de un acto requiere no sólo conocer su objeto sino también las circunstancias en
que se desenvuelve y la intención que lo preside. Requiere por lo tanto dilucidar
el significado que adquiere dicho acto en cuanto se halla inscripto en un orden
concreto de fines y medios.
En esta perspectiva el problema de la justificación de los medios se emparenta
con el de la jerarquía que establece un sujeto en el conjunto de valores a que
adhiere. El siguiente pasaje es ilustrativo al respecto: “... si se trata de deliberar
sobre la salvación [de la patria], [el ciudadano obligado a dar consejo] no debe
ser detenido por ninguna consideración de justicia o de injusticia, de humanidad
o de crueldad, de ignominia o de gloria. El punto esencial que debe imponerse sobre
todos los demás es asegurar su salvación y libertad...” (Maquiavelo, Discur -
sos: Libro III, cap. 41). Como afirma en síntesis el título de dicho capítulo, “La
patria debe defenderse con ignominia o con gloria; de cualquier modo está bien
defendida”. Colocado el hombre en la obligación de obrar se ve muchas veces en-
86
frentado a disyuntivas que le exigen optar por alguno de los caminos que se le
ofrecen a su elección. Esta opción se efectúa en función de la subordinación de
ciertos valores a otros, pero elegida una vía se aplica el principio de que quien
quiere el fin debe querer los medios para alcanzarlo, con lo cual los medios quedan
justificados en relación al fin. Es claro que en el orden político esta justificación
no es de orden moral; se encuentra más bien en el orden de la eficacia, de lo
oportuno y conveniente. Un medio será considerado políticamente bueno si alcanza
el fin político al que está ordenado. La relación fines y medios supone pues
una jerarquía de valores, implícita o explícita, en el hombre público, en cuya cúspide
éste coloca los bienes propiamente políticos como la seguridad externa e interna,
la concordia y la prosperidad.
Lo que Maquiavelo quiere decir es que el político que juzgue a los medios no
en relación a estos fines sino a los principios generales de la ética, no es un buen
político y mejor sería que se retirara a la vida privada, porque sería como un soldado
que en plena guerra no se decide a matar al enemigo por motivos de conciencia7.
La justificación de los medios por el fin puede interpretarse, pues, de dos
maneras. O bien como la desvinculación del orden político con respecto al orden
moral, o bien como la reafirmación de la lógica propia del orden político. Pienso
que esto último es lo que persigue Maquiavelo, y quienes lo acusan de inmoralista
deben mostrarse capaces de afrontar el problema que plantea y darle una respuesta
que tenga valor operativo para el hombre público. Porque si bien debe reconocerse
que toda acción tiene una dimensión moral, la acción política se halla
enmarcada en circunstancias tan peculiares que su moralidad no puede ser determinada
con los mismos criterios que se utilizan para calificar las acciones privadas
de los hombres.
El dilema presente en toda jerarquización de valores repercute a su modo en
la obligación en que se encuentra el hombre público de escoger entre todas las
virtudes aquellas más deseables para el ejercicio de su función, pues esta elección
la realiza en base a los valores supremos que postula en el orden político. “... Sé
que todos convendrán en que sería muy loable que un príncipe tuviera de las antedichas
cualidades sólo las que son buenas; pero, como no se pueden tener todas,
ni ponerlas enteramente en práctica, porque la condición humana no lo permite,
debe ser suficientemente prudente para evitar la infamia de los vicios que
le harían perder sus estados, y para preservarse de los demás, si es posible. (...)
No tema incurrir en infamia por aquellos vicios sin los cuales no puede conservar
sus estados, porque considerándolo bien, tal cosa que parezca virtud podría
perderle si la practicase; y otra que parezca vicio puede ser la causa de su seguridad
y su bienestar...” (Maquiavelo, El Príncipe: cap. 15).
Este pasaje contiene dos afirmaciones que conviene distinguir. La primera se
refiere a la imposibilidad práctica, dada nuestra condición humana, de acumular
todas las virtudes deseables, imposibilidad que sirve de fundamento a la opción
87
Rafael Braun
Fortuna y virtud en la república democrática
que debe realizar el hombre entre las diversas maneras de ser virtuoso que se le
proponen. La vocación del monje contemplativo requiere el desarrollo de aquellas
virtudes apropiadas a su estado, y que por cierto difieren de las que se adecuan
a la condición de comerciante o las necesarias al político. La clásica caracterización
que hizo Max Weber de las diferentes vocaciones del científico y del
político pone precisamente de relieve este punto al señalar que cada vocación tiene
su deontología particular. Al no existir un modo genérico de ser virtuoso, el
hombre debe escoger el modo específico de ser virtuoso que corresponda a su vocación.
La primera recomendación de Maquiavelo consiste en decirle al político
que debe proceder según este criterio.
La segunda afirmación se refiere a los recursos que debe utilizar el príncipe
para preservar sus intereses mediante la conservación del poder. Es inevitable señalar
aquí que para Maquiavelo el interés particular del príncipe se opone generalmente
al bien público del estado, trayendo como consecuencia el debilitamiento
del mismo8, por lo cual sus recomendaciones no deben ser interpretadas como si
el conservarse en el poder fuera para él el valor supremo. Conviene en todo caso
advertir que la conducta egoísta del príncipe es juzgada negativamente no porque
contraviene a normas éticas sino porque es un obstáculo a la grandeza del estado.
Dado el carácter malvado de la mayoría de los hombres, hay que estar dispuesto
a incursionar en el mal si uno quiere seguir siendo hombre público. Esta recomendación
es el meollo del capítulo XVIII de El Príncipe, en el que Maquiavelo
justifica que no se cumplan las promesas y los pactos apoyándose en el hecho
de que los demás, por ser malvados, tampoco respetarán la palabra empeñada9.
La distinción tajante entre el bien y el mal demuestra a las claras que Maquiavelo
reconoce la existencia de un orden ético con vigencia independiente de la
voluntad del poder público. La conducta del político es calificada por las normas
morales, lo cual significa que debe enfrentar, como todo hombre, la disyuntiva de
obrar conforme a la norma o alejándose de ella. El problema reside en que el horizonte
del político siempre hay una meta que condiciona todos sus actos: la conquista
o el mantenimiento del poder, una condición que Maquiavelo se apresura
a reconocer. “... Si el príncipe quiere conservar sus estados, está obligado a menudo
a no ser bueno...” (Maquiavelo, El Príncipe: cap. 19). “... Un príncipe, sobre
todo cuando es nuevo (...) está a menudo obligado, para mantener sus estados,
a obrar contra su palabra, contra la caridad, contra la humanidad, contra la
religión. Es por ello que debe (...) no alejarse del bien, si puede, pero saber entrar
en el mal si es necesario...” (Maquiavelo, El Príncipe: cap. 18).
En la decisión del político de recurrir a procedimientos reñidos con la ética,
la libertad humana está dos veces comprometida; la primera al escoger la propia
vocación y, la segunda, al decidir querer ser un político de éxito y no un fracasado.
Esto no significa, como piensa el maquiavelismo fácil, que en la arena política
todo está permitido, cualesquiera sean las circunstancias. Para Maquiavelo
88
“entrar en el mal” es el recurso extremo al que se apela luego de agotado el camino
del bien y en caso de que sea necesario para el éxito de la empresa propuesta.
Querer tener éxito depende exclusivamente de uno mismo, pero la necesidad
inscripta en ciertas situaciones creadas por la maldad de los hombres escapa a
nuestro control. Es un dato que hay que tomar en cuenta si se quiere operar con
eficacia sobre la realidad. Por ello la recomendación de Maquiavelo debe interpretarse
como un corolario de su pesimismo ético.
Fortuna, necesidad y conflicto
Estos consejos dirigidos al hombre que quiere hacer política están en último término
fundados en ciertas leyes constitutivas de la condición humana histórica, concreta.
Lo que ellas revelan es la finitud y la limitación del hombre, y la ambigüedad
radical de su situación en el mundo. Tomar conciencia de los propios límites es para
Maquiavelo el comienzo de la sabiduría, y por eso se empeñará en mostrar cuáles son.
“... El orden de las cosas humanas es tal que nunca se puede huir de un inconveniente
sin caer en otro. Sin embargo la prudencia consiste en saber conocer
la calidad de esos inconvenientes y elegir el menor como bueno...” (Maquiavelo,
El Príncipe: cap. 21)10. Para Maquiavelo el hombre en situación tiene que elegir,
entre los cursos de acción posibles, el que menos inconvenientes le acarree, pues
creer que existe una solución perfecta que consulte todas las aspiraciones y alcance
todos los objetivos es una mera ilusión. Sensible sobre todo al aspecto negativo
que inevitablemente arrastran consigo las realizaciones humanas, erige el principio
de elegir el mal menor como norma suprema de la prudencia. Hombre prudente
es aquel que, por conocer la verdadera naturaleza de las cosas, está en condiciones
de prever las consecuencias que se seguirán de determinadas decisiones.
El hombre prudente sabe que existe una enorme distancia entre el proyecto y el
resultado, entre la intención y el efecto, y por ello organiza modestamente el dinamismo
de su conciencia en función del mal que desea evitar. Porque este método,
al permitirle circunscribir el mal irreductible, le está señalando al mismo
tiempo el mayor bien posible de alcanzar.
La limitación del hombre no sólo se refleja en el plano ético sino que alcanza
a su misma libertad. ¿En qué medida puede el hombre dominar los acontecimientos
históricos? ¿En qué medida es dueño de su destino? Maquiavelo confiesa
en El Príncipe que él compartió alguna vez la idea de que la fortuna gobierna
de tal modo las cosas del mundo que a los hombres no les es dable, con su prudencia,
dominar lo que tienen de adverso esas cosas. Sin embargo, atento a que
ello implicaría negar enteramente el libre albedrío del hombre y, por ende, toda
posibilidad de modificar conscientemente el curso de la historia, declara que las
acciones de los hombres están gobernadas, en parte, por la fortuna y, en parte, por
ellos mismos (Maquiavelo, El Príncipe: cap. 25).
89
Rafael Braun
Fortuna y virtud en la república democrática
Esta distribución salomónica de esferas de influencia no significa que ambas
áreas estén perfectamente delimitadas y que tanto la fortuna como la libertad ejerzan
sus respectivos dominios en la mutua prescindencia. Para Maquiavelo entre
fortuna y libertad se establece una dialéctica de oposición y lucha cuya premisa
básica es que ambos polos son realidades irreductibles. El hombre puede ampliar
la esfera de la libertad en la medida en que, asumiendo su condición de ser libre
e inteligente, no se deja abatir por la certeza de saber que hay en su existencia un
dominio propio de la fortuna constituido por todo aquello que escapa a su gobierno
y previsión. En la medida en que cede al fatalismo abdica de su libertad y se
entrega inerme en manos de la fortuna; por el contrario, en cuanto desentraña la
verdadera naturaleza de las realidades políticas toma conciencia de sus posibilidades
de acción así como de los límites que la acotan. En ocasiones Maquiavelo
pone de relieve la disposición activa del hombre, capaz de doblegar mediante una
acción audaz el dominio de la fortuna11. En otro lugar insiste más bien en el carácter
limitativo de la fortuna, que obliga al hombre a adaptarse a las circunstancias
que ella crea. Ello no implica que en la posición de Maquiavelo haya pasividad
o resignación, sino una lúcida conciencia de que la libertad del hombre está
situada en un mundo ya dado que él no puede cambiar a su antojo12.
El tema de la necesidad se inserta naturalmente en este marco para acotar aún
más la acción del hombre. En efecto, “... la necesidad dirige a menudo hacia un
fin al que la razón estaba lejos de conducir...” (Maquiavelo, Discursos: Libro I,
cap. 6). Es verdad que el hombre nunca hubiera alcanzado la perfección a que ha
llegado si no hubiera estado impulsado por la necesidad13, pero no es menos cierto
que el estado de necesidad coloca al hombre en situaciones en donde las posibilidades
de elección son extremadamente limitadas.
Quizás ningún texto resuma mejor los diversos elementos que hemos venido
analizando que la arenga que Maquiavelo pone en boca de un líder popular en el
capítulo 13 del Libro III de las Historia de Florencia, que creo útil transcribir en
su integridad para que se perciba mejor la fuerza de la argumentación.
“Si debiéramos decidir ahora si hay que tomar o no las armas, quemar y saquear
las casas de los ciudadanos, robar las iglesias, yo sería de aquellos que
juzgarían sensato reflexionar dos veces, y quizás aprobaría a aquellos que prefieren
una miseria tranquila a ganancias peligrosas. Pero dado que se han tomado
las armas y cometido muchos desmanes, creo que la única cosa a considerar
es si no debemos guardarlas, y cómo podemos escapar a las consecuencias
de los desmanes cometidos. Estoy convencido de que es la necesidad la
que nos aconseja hacerlo. Ustedes lo ven: la ciudad entera resuena de quejas
llenas de odio contra nosotros, los ciudadanos se agrupan, la Señoría se pone
siempre del lado de los magistrados. Pueden estar seguros de que se trenza la
cuerda para nosotros, de que se hacen nuevos preparativos contra nuestras cabezas.
Nosotros debemos, por lo tanto, buscar dos cosas, y tener dos fines pre-
90
sentes en nuestra deliberación: uno, escapar al castigo de nuestros desmanes de
los últimos días; el otro, asegurarnos para el futuro una existencia más libre y
más satisfactoria que la del pasado. Conviene pues, a mi juicio, si queremos
que se nos perdonen los viejos pecados, cometer nuevos, redoblando los crímenes
y multiplicando incendios y depredaciones. Debemos asegurarnos el mayor
número posible de cómplices, pues allí donde son muchos los que cometen
el mal, nadie es castigado; pues son las faltas pequeñas las que se castigan;
los grandes crímenes son recompensados. Y cuando muchos padecen pocos
buscan vengarse, pues el daño que se hace a todos se soporta con más paciencia
que el que le es infligido a uno. Por consiguiente, multiplicar los crímenes
nos obtendrá más fácilmente el perdón y, además, los medios para obtener lo
que deseamos para ser libres. Y creo que caminamos a un éxito seguro, pues
aquellos que nos lo disputan son ricos y están divididos: sus divisiones nos darán
la victoria, y sus riquezas, cuando sean nuestras, nos la conservarán. Y n o
dejéis que os refrieguen en la cara la antigua nobleza de su sangre, porque todos
los hombres, habiendo tenido un mismo principio, son igualmente antiguos,
y han sido hechos por la naturaleza del mismo modo. Pongámonos todos
desnudos: nos veréis a todos iguales. Pongámonos sus ropas y ellos las nuestras:
sin duda seremos nosotros los que tendremos aire de nobles y ellos de miserables.
Porque sólo la pobreza y la riqueza nos desigualan”.
“Lo que me duele mucho es enterarme que hay entre vosotros algunos que,
por conciencia, se arrepienten de los hechos cometidos, y quieren abstenerse
de cometer nuevos; en cuyo caso, si es verdad, no sois los hombres que yo
creía que erais. ¿En qué esos términos de conciencia, de infamia, pueden
asustaros? Porque los que vencen, de cualquier modo que venzan, nunca cosechan
vergüenza; y no debemos tener en cuenta a la conciencia, pues en personas
como nosotras, llenas de miedo -miedo del hambre, miedo de la prisión-
no puede haber y no debe haber lugar para el miedo del infierno. Pero
si miráis como proceden los hombres veréis que todos aquellos que adquieren
gran riqueza y poder, han llegado a esa posición por el fraude y por la
fuerza; luego, una vez que los han así usurpado por fraude y por violencia,
los decoran con el nombre de ganancia justa. Los otros, aquellos que por
ineptitud o su extrema estupidez, no obran como ellos, languidecen para
siempre en la servidumbre y la miseria: pues los servidores fieles siempre son
servidores, y los hombres buenos siempre son pobres. Sólo escapan a la servidumbre
los infieles y audaces; sólo escapan a la pobreza los rapaces y los
fraudulentos. Dios, la naturaleza, han colocado esos bienes al alcance de
aquellas personas, más accesibles a la rapiña y a las maniobras fraudulentas
que a una industria honesta. He aquí por qué los hombres se devoran entre sí,
y por qué siempre el más débil es comido. Hay que emplear pues la fuerza
cuando la ocasión se presenta, y la fortuna no puede presentarnos una mejor:
los ciudadanos divididos, la Señoría que hesita, los magistrados asustados, y
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Rafael Braun
Fortuna y virtud en la república democrática
esto al punto que es fácil oprimirlos antes de que reaccionen y se agrupen;
luego de lo cual seremos señores de la ciudad, sea totalmente, sea en gran
parte para poder, no sólo ser perdonados de nuestros pasados excesos, sino
amenazar a nuestros conciudadanos con nuevos atropellos. Confieso que este
partido es audaz y peligroso, pero cuando la necesidad urge, la audacia es
juzgada prudencia y en las circunstancias graves los hombres de valor nunca
se han preocupado del peligro. Las empresas comenzadas con peligro terminan
siempre con una recompensa, y no es sino por el peligro que se escapa
del peligro. Creo sin embargo que cuando se preparan las cárceles, la tortura
y la muerte, es más peligroso permanecer quieto que tratar de ir hasta el fin.
En el primer caso está asegurada una conclusión fatal; en el segundo es dudosa.
Os he escuchado a menudo denunciar la avaricia de vuestros superiores
y la injusticia de vuestros magistrados. Ha llegado la hora, no sólo de que
os liberéis de aquellas personas, sino de dominarlas, y que les toque a ellos
el turno de temerles más a vosotros que vosotros a ellos. La oportunidad que
presenta esta ocasión se escapa, y vano sería tratar de recapturarla una vez
que se ha escapado. Veis que vuestros adversarios se preparan; anticipemos
sus designios. Aquel de los dos que primero retome las armas será vencedor,
su enemigo será abatido y él exaltado; habrá honor para muchos de entre nosotros,
y para todos la seguridad”.
El pasaje refleja con más intensidad que en las obras anteriores el pesimismo
del autor, y constituye una suerte de prototipo del modo en que razona un hombre
acosado por la necesidad aplicando los principios maquiavélicos. El resultado
podrá parecer a algunos intolerablemente cínico, pero el objetivo de Maquiavelo
no es justificar una conducta – que, por otra parte, reprueba- sino poner de
relieve el carácter condicionante de las circunstancias. Una vez tomadas las armas
no hay término medio entre seguir luchando en pos de la victoria o sufrir las
consecuencias de la derrota; las posibilidades de la libertad de elección quedan
circunscriptas por las exigencias de la necesidad inscripta en la lucha política. En
esos extremos, “... los hombres prudentes saben siempre atribuirse el mérito de lo
que la necesidad los obliga a hacer...” (Maquiavelo, Discursos: Libro I, cap. 51).
Es natural que Maquiavelo, para quien los hombres están no sólo animados
por deseos y pasiones inextinguibles sino también más inclinados al mal que al
bien, conciba a la comunidad política como una realidad esencialmente conflictiva
en donde los odios y ambiciones amenazan constantemente estallar en violencia.
El conflicto es visto como una realidad positiva en tanto que es el motor que
mantiene en vida a la libertad14. Pero para cumplir esa función las pasiones humanas
que alimentan el conflicto deben encontrar un cauce normal que evite la violencia.
Refiriéndose a la importancia que para el mantenimiento de la libertad en
una república tienen las instituciones que permiten acusar a los ciudadanos ambiciosos
ante el pueblo, dice Maquiavelo que tienen la ventaja de “... ofrecer una
salida normal a los humores que, por una razón u otra, fermentan en las ciudades
92
contra tal o cual. Si estos humores no encuentran una salida normal, recurren a
los medios extraordinarios, ruina de las repúblicas. Nada, por el contrario, hará
firme y segura a una república como canalizar, por así decir, por la ley, los humores
que la agitan...” (Libro Discursos: I, cap. 7). Aparece aquí con bastante claridad
cuál es el papel que se le asigna a la razón en la construcción de un orden político.
Ese papel no es el de extinguir las pasiones en los hombres -tarea por otra
parte imposible- sino “... tomar las medidas más apropiadas para poner un freno
a las pasiones de los hombres...” (Maquiavelo, Discursos: Libro I, cap. 42; El
Príncipe: cap. 25) mediante la construcción de diques que canalicen a las mismas
a fin de que no estalle la violencia. Esos diques son las leyes, obras de la razón.
Pero los que las redactan deben partir del supuesto de que los hombres no son razonables.
Para Maquiavelo fundar o reformar un estado, es decir, darle a una comunidad
política un adecuado ordenamiento legal, es el mayor timbre de honor
que pueda atribuírsele a un hombre público15. La razón no anula la pasión; sólo
puede controlarla. Se comprende así su preferencia por la forma mixta de gobierno,
ya que ésta, al incorporar a los grupos portadores de pasiones encontradas,
crea las condiciones para su mutua neutralización16.
El modelo de sociedad política que propugna Maquiavelo no está fundado en
el mutuo consentimiento y no está organizado en función de la cooperación razonable
entre los ciudadanos. Está fundado, por el contrario, en el antagonismo mutuo
y está organizado con miras a la institucionalización del conflicto, el cual es
reconocido como una realidad permanente y, dentro de ciertos límites, necesaria
para la vigencia de la libertad. El pesimismo antropológico le permite descartar las
soluciones ilusorias, pero no desemboca en el pesimismo político, aun cuando tenga
que reconocer la fragilidad que en este orden tienen las realizaciones humanas.
* * *
Para concluir, quisiera reflexionar brevemente acerca de algunas cuestiones
que han surgido a lo largo de la exposición y que, a mi entender, están conectadas
con la crisis que atraviesa la ciencia política contemporánea.
El lector de los innumerables libros y revistas que se publican en el mundo
dedicados a lo que genéricamente se denomina “ciencia política” no sólo toma
contacto con una serie de conclusiones intelectuales obtenidas luego de laboriosas
investigaciones, sino que a través de ellos es hecho partícipe de las preocupaciones
e intereses que animan a una comunidad profesional de científicos. La pregunta
que cada vez con más insistencia formulan algunos de éstos respecto a la
relevancia que tienen dichas conclusiones nos demuestra que por esta vía se está
replanteando el viejo problema del fin que persigue la reflexión política.
El pensador profesional que hace de la investigación su medio de vida está
ante todo preocupado por obtener la aprobación de sus colegas, y esa aprobación
93
Rafael Braun
Fortuna y virtud en la república democrática
se obtiene adoptando los procedimientos y desarrollando los temas aceptados por
los mismos; con lo cual el científico político profesional termina escribiendo e investigando
cosas que interesan principalmente, o exclusivamente, a los miembros
de su comunidad profesional. Hay muchas razones de orden sociológico que explican
este comportamiento, pero la consecuencia del mismo es que se pierde de
vista la finalidad principal del conocimiento político: operar sobre la realidad.
No debe verse en esta afirmación la adhesión a una concepción de la ciencia
que tienda a favorecer las investigaciones aplicadas o los trabajos de “ingeniería
social” en desmedro de las reflexiones puramente teóricas. Un remiendo de este
tipo dejaría intactas, en efecto, las condiciones de vida y de trabajo de la comunidad
científica en gran parte responsable de su esterilidad intelectual. Lo que está
en cuestión, creo, es la posibilidad de aprehender una realidad como la política,
para operar sobre ella desde la perspectiva del espectador, sea éste neutral o
no. El científico político puede emplear diversos métodos para comprender el significado
que ciertas acciones tienen para determinados actores, pero nunca podrá
reemplazar adecuadamente el conocimiento que obtiene el actor a través de su
propia experiencia de la realidad política. No es casual que la inmensa mayoría
de los grandes pensadores políticos, de Platón a Lenin, pasando por Maquiavelo
y los autores del Federalista, hayan sido protagonistas de las luchas políticas de
su época. Nos hablan de una realidad que conocieron por dentro como políticos,
y que no meramente observaron a distancia como científicos.
Si es verdad que toda actividad despierta en el hombre las pasiones propias
de la misma, y que la vivencia de dichas pasiones constituye una valiosa fuente
de información para comprender el sentido de la conducta humana, resulta no sólo
improcedente sino contraproducente segregar al científico político en una universidad
dedicándolo con exclusividad a investigar una realidad de la que se le
prohibe participar. Porque allí experimentará todas las pasiones propias de la vida
universitaria, pero no las que suscita la actividad política. Para que la reflexión
política sea fecunda tiene que ser realizada desde el corazón del fenómeno que se
analiza, porque desde allí el actor adquiere un panorama que le permite percibir
ciertos hechos que el espectador no advierte, y a través de su experiencia singular
obtener una comprensión más cabal de los complejos factores que intervienen
en la determinación de la conducta política17.
Quizás en ningún problema se vea mejor reflejada la necesidad de un cambio
de perspectiva que en el de los valores. Gran parte de la discusión acerca del papel
que juegan los valores en el método científico se comprende si se la inscribe
en el marco del ideal que sitúa al investigador fuera de la realidad que investiga.
Se reconocerá como inevitable que los valores propios se expresen de un modo u
otro como preferencias subjetivas de éste, pero no se aceptará un discurso acerca
de la verdad objetiva contenida en los diferentes sistemas morales. El científico
describe conductas pero no debe inmiscuirse en los problemas de la ética política.
94
Esta compartimentación de atribuciones -el científico estudia lo que es, el filósofo
lo que debe ser- introduce una discontinuidad en el objeto estudiado que éste
no tolera. Porque si bien distinguir adecuadamente los diversos planos de la reflexión
contribuye a obtener un conocimiento más riguroso, establecer entre los
mismos barreras infranqueables es desconocer que entran continuamente en diálogo
en el hombre en acción. Este no se entretiene en especular acerca de las ventajas
relativas de un conjunto abstracto de proposiciones independientemente de su
contenido ético. Colocado en una situación concreta tiene que tomar decisiones
donde no sólo se hallan involucrados aspectos técnicos sino también convicciones
éticas. El espectador puede eludir los problemas éticos, o formular juicios en abstracto;
el actor está obligado a optar por uno u otro camino. Lo que Maquiavelo
expresa a través del principio del mal menor es una experiencia que padecen duramente
muchos intelectuales cuando son llamados a ocupar roles políticos.
En la presente crisis se halla en juego el fundamento antropológico que se le
quiera dar a la ciencia política. Hacer ciencia sin efectuar previamente una reflexión
crítica acerca del hombre conduce a trabajar, sin saberlo, con un “homo politicus”
caracterizado por determinadas teorías filosóficas. Sería difícil negar que
tanto la vertiente rousseauniana como la marxista tienen una visión optimista del
hombre y de su progreso a través de la historia, y que ese optimismo racionalista
subyace a muchos análisis contemporáneos. Maquiavelo nos llama en cambio la
atención acerca de la finitud del hombre y de la presencia irreductible del mal en
el mundo. Este debate acerca de la naturaleza del hombre, que tiene hondas implicancias
en la práctica científica, debe dilucidarse apelando a una experiencia
más amplia que la meramente intelectual. Exige, a mi juicio, que el hombre tome
conciencia de la multidimensionalidad de su ser; que reconozca que es al mismo
tiempo sujeto de razón y de pasión, que desarrolla actividades teóricas y prácticas,
que su existencia tiene una dimensión privada y otra pública, que su conducta
está determinada por imperativos lógicos y éticos. Para ello deben desaparecer
las barreras que compartimentan su existencia impidiéndole tener una experiencia
global de la vida que le revele la riqueza de su propia naturaleza. Pienso que
una reflexión política, para ser fecunda, debe asentarse sobre una experiencia semejante
porque en último término la política es una acción de y para los hombres.
95
Rafael Braun
Fortuna y virtud en la república democrática
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96
Notas
Agradezco a Carlos Floria, Natalio Botana y Ezequiel de Olaso las observaciones
efectuadas a una versión previa a este trabajo. Publicado en Desarro -
llo económico, Nº 49, vol. 13, abril-junio 1973.
1 “... La cosa es más difícil cuando se trata de los que participaron de la ciudadanía
a causa de una revolución. (...) Pero lo que se discute en este caso no
es quién es ciudadano, sino si lo es con justicia o sin ella. También podría uno
preguntarse si en el caso de que alguien sea ciudadano injustamente, no dejará
también por eso de ser ciudadano, puesto que injusto equivale a falso.
Pero puesto que vemos que algunos gobiernan injustamente y decimos que
gobiernan, aunque no con justicia, y hemos definido al ciudadano por cierto
ejercicio del poder (...) es evidente que debemos llamarlos ciudadanos...”
(Aristóteles, 1951: Libro III, cap. 2, 1275b34-1276ª6).
2 “... He expresado en esta obra todo lo que sé y todo lo que he podido aprender
de las cosas del mundo a través de una larga práctica y una lectura asidua...”
(Maquiavelo, Discurso sobre la primera década de Tito Livio: Dedicatoria).
Sobre el problema del método en Maquiavelo pueden consultarse las siguientes
obras: Renaudet (1956: pp. 119-152), Gilbert (1965: pp. 152-170), Chabod
(1965: pp. 126-148), Namer (1961: pp. 87-96), Anglo (1971: pp. 215-243).
3 Que cita en el mismo sentido a Janet (1948: p. 546).
4 En este contexto general deben leerse afirmaciones como éstas, dispersas
en la obra de Maquiavelo: “... Se puede decir una cosa en general de todos
los hombres: que son ingratos, volubles, simuladores, enemigos del peligro,
ávidos de las ganancias...” (El Príncipe: cap. 17).
5 Ver al respecto el interesante artículo de Gray (1967: pp. 34-53).
6 “... Estos medios son crueles, sin duda, y contrarios no sólo a todo cristianismo
sino a toda humanidad; todo hombre debe aborrecerlos, y preferir la
condición de simple ciudadano a la de rey, al precio de perder a tantos hombres.
Sin embargo a quien no quiere escoger el camino del bien, porque desea
mantenerse en el poder, le conviene entrar en este mal. Pero la mayoría
de los hombres escogen una vía media, que son las peores de todas; porque
no saben ser ni totalmente buenos ni totalmente malos...”. (Maquiavelo, Dis -
cursos: Libro I, cap. 26). “... Los hombres no saben ser ni honorablemente
malos ni perfectamente buenos, y cuando una mala acción presenta alguna
grandeza o magnanimidad, no la saben cometer...”. (Maquiavelo, Discursos:
Libro I, cap. 27).
7 La crítica que Maquiavelo hace a la manera en que se interpreta al cristianismo
en su época se funda en que destruye las virtudes propias del ciudadano
(Discursos: Libro II, cap. 2).
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Rafael Braun
Fortuna y virtud en la república democrática
8 “... Es el bien general y no el interés particular lo que hace poderoso a un estado;
y sin discusión sólo en las repúblicas se tiene en vista el bien público. (...) Lo
contrario ocurre bajo el gobierno de un príncipe: casi siempre su interés particular
está en oposición con el del estado...” (Maquiavelo, D i s c u r s o s: Libro II, cap. 2).
9 “... Un príncipe prudente no puede ni debe cumplir su palabra cuando tal
observancia le sea desfavorable y ya no existan las circunstancias que le obligaron
a empeñarla. Si los hombres fueran todos hombres de bien, mi precepto
no sería bueno; pero como son malvados y ellos tampoco la respetarían, tú
tampoco debes respetarla...” (Maquiavelo, El Príncipe: cap. 18).
1 0 “... Pues tal es la suerte de las cosas humanas que no se puede evitar un inconveniente
sin caer en otro. (...) Hay que elegir, pues, en todas nuestras resoluciones
el partido que tenga menos inconvenientes; pues no hay ninguno que
esté totalmente exento...” (Maquiavelo, D i s c u r s o s: Libro I, cap. 6). “... Pero
(el Senado) juzgó las cosas como hay que juzgarlas, y tomó siempre el partido
del mal menor como el mejor...” (Maquiavelo, D i s c u r s o s: Libro I, cap. 38).
11 “... Soy de la opinión de que es mejor ser impetuoso que respetuoso, porque
la fortuna es mujer y es necesario castigarla para mantenerla sumisa. Y
se ve comúnmente que ella se deja vencer más bien por aquéllos, que por los
que proceden fríamente. Por eso, como mujer, siempre es amiga de los jóvenes,
porque tienen menos respeto y más ferocidad, y la mandan con más audacia...”
(Maquiavelo, El Príncipe: cap. 25).
12 “... Repito, pues, como una verdad irrefutable y cuyas pruebas están en toda
la historia, que los hombres pueden secundar a la fortuna pero no oponérsele;
tejer los hilos de su trama y no cortarlos. No deben nunca abandonarse.
Ignoran cuál es su fin; y cómo la fortuna no obra sino por vías oscuras y sinuosas,
les queda siempre la esperanza; y de esta esperanza deben extraer la
fuerza de nunca abandonarse, cualesquiera sea la miseria o el infortunio en
que puedan encontrarse...” (Maquiavelo, Discursos: Libro II, cap. 29).
13 “... Las manos y la lengua de los hombres, esos dos nobles artesanos de su
grandeza, no lo habrían nunca llevado a la perfección en que lo vemos sin el
impulso de la necesidad...” (Maquiavelo, Discursos: Libro III, cap. 12).
1 4 “... En toda república hay dos partidos: el de los grandes y el del pueblo. Y
todas las leyes favorables a la libertad nacen de su mutua oposición...” (Maq
u i a v e l o , D i s c u r s o s: Libro I, cap. 4). Sobre la opinión de Maquiavelo respecto
de los “grandes” ver Bonadeo (1969: pp. 9-30). Con respecto al concepto de libertad
debe consultarse el exhaustivo trabajo de Colish (1971: pp. 323-350).
1 5 Sobre este punto ver el documentado artículo de Whitfield (1955: pp. 19-39).
16 Se encontrará una buena discusión sobre el tema en Cadoni (1962: pp.
462-84).
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17 Sobre el rol de la experiencia en el conocimiento de la política, el juicio
de Aristóteles es significativo: “... De allí que el hombre joven no es un oyente
adecuado de las lecciones sobre política, pues carece de experiencia de las
cosas de la vida, que son sin embargo el punto de partida y el objeto de los
razonamientos de esta ciencia...” (Etica a Nicómaco: Libro I, 1095ª2-4).
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